Edgar Arturo Ortíz Ortíz
Nace en San
José de
Albán, Nariño, el 16 de
julio de 1967, en
el seno de una familia campesina de la vereda
Betania. Transcurre su niñez y juventud en el ambiente tranquilo de la finca de sus abuelos, donde aprende los oficios de labriego. Pronto se vá a la ciudad de Pasto en donde estudia
Filosofía y
Letras en la Universidad de Nariño
(1991).
Amante de la carrera política, es elegido Concejal
de su pueblo (1990) y posteriormente se hace candidato a la alcaldía(1992); donde sale derrotado.
Viaja a
Cali, donde funda el
INSTITUTO TÉCNICO INDUSTRIAL DE OCCIDENTE y cursa La Maestria
en Filosofía en la Universidad del Valle
(2009-2011), presentando la Tesis ” El problema de
la ciudadanía
en la teoría política de
Rousseau” como trabajo de investigación. Al interior de la universidad es integrante del grupo de
investigación Praxis.
Siguiendo su pasión política, se hace elegir Edil o
Comunero en
al año 2004, habiendo sido antes candidato al
Concejo de la ciudad en 1998.
Fue miembro de la
JUME de Cali como delegado de
la ASOCOMCALI y secretario de
dicha asociación (2004) . Es invitado al
acto de entrega de LAS AVES
DEL RIO del maestro Omar Rayo, el 6 de Diciembre de
1996.
Deja de lado su pasión política y se dedica a la labor docente en varios colegios públicos de
Cali.
Es padre de 3 hijos. Ha escrito una variada selección de cuentos, entre los que se destaca “El bus NV9607” publicado en la Revista Reto en el año” de 1990, una novela corta: “Alex y el Calavera”, además de poesía y algunos ensayos filosóficos Es autor y compositor del Himno de la Institución Educativa La Esperanza de la ciudad de Cali.
ALEX Y EL CALAVERA
Por: Edgar
Arturo Ortíz Ortíz
Alex vive con su
madre y ocho hermanos en un
rancho de cartón y plástico en la esquina recóndita de una invasión. Son desplazados
que no encontraron otro lugar peor
en el mundo para refugiarse.
Sueña con tener un televisor plasma de
cuarenta pulgadas, andar en
una moto RX115 y estudiar
acelerado en el colegio
de la Santísima Fe. El pobre
no sabe para
qué sirve la vida.
Su
mamá siempre le reprocha que
está en la esquina con el
parche de El Calavera; porque sabe
de sus andanzas. “Mijo, no se junte con ese fulano, que ese muchacho es malo” – le dice. Pero,
a él solo le importa las
historias bacanas que les cuenta,
las niñas hermosas que lleva en su Honda
500 a pasear a Pance, los entuques sabrosos que con
ellas tiene, los rumbonones que
arma los fines de semana con su parche, las trabas que se da con cocaína y
éxtasis, y de las armas que sus jefes les prestan
para hacer las vueltas .
Alex siente curiosidad y
no pierde oportunidad para arremolinarse
en el centro
de tales reuniones. El Calavera
sólo
lo mira con ese aire
despectivo con que mira a todos. Sin embargo, algo hay en
aquel niño que
no deja de intrigarlo.
Todos
los días es lo mismo: levantarse a las once de la mañana, desayunar
agua de panela con tostada, almorzar caldo de vísceras,
aguantarse la cantaleta de mamá
al empezar la tarde, limpiar los mocos
a sus hermanitos, jugar el picadito
de microfútbol en la polvareda de
la invasión y luego, poncharse en
la esquina con El
Calavera y su parche, hasta las tres de la mañana.
A
pesar de todo, la vida es maravillosa y
aunque la pobreza los carcome como
la intemperie al hierro abandonado, habita en ellos una cierta felicidad que nada perturba. Hasta que una tarde,
Rubén, el amante de su mamá, lo
agarra fuerte de sus brazos, lo
sacude como a un vulgar
montón de papas y lo amarra con
cadenas a la gruesa guadua que sostiene sus rancho. Le dice: “De aquí
no salís
más, malparido” y
le asesta un puño en la cara.
Él
queda conturbado y su inocente alma de doce años no sabe qué hacer. Siente que
la sangre se calienta, que su respiración va a
explotar y que su frágil carita,
enlagunada de lágrimas, se enciende
de ira. Pasan por su mente miles
de cosas, de la manera más veloz:
la imagen de su padre acribillado
en el piso por las balas de la
guerrilla, la cara de su mamá
ennegrecida por los golpes de su amante, sus ocho hermanitos
llorando a gritos porque tienen hambre, el Calavera entucando
con una rubia noventa sesenta noventa, el parche fumando marihuana y él, a
mil, en la Honda 500. Hasta se le ocurrió, en el abismo de su postración, que tener un arma de fuego sería
genial.
Condenado
por su verdugo a la humillación que le
producía su inutilidad, no hacía más
que chasquear los dientes y mirar
de soslayo, con unos ojos
brillantes y profundos, al borracho
vulgar que lo vigilaba. Tres días
que parecieron años fueron
los que así se mantuvo. Pero, no fue
la fragilidad del verdugo
la que lo desató ni menos aún su consciencia; pudo
esta vez transar la voluntad del macho, el
motor inmóvil que su madre albergaba
entre sus gruesas piernas.
En ese abismo ensombrecido que abre
la entrada al paraíso
o al infierno, dependiendo de lo que
allí se busque, cayó
Rubén y entre
los jadeos de sus avanzados años
y los estrujones de un orgasmo retraído, ella le dijo en sílabas revolcadas: “ suelte ya al
niño” y él lo soltó.
La bestia ya domada con el látigo de la seducción, ahora desfoga su intensa ira con ella y la golpea
varias veces hasta que él y no ella, renuncia
a la barbarie que acomete. Los
niños lloran y Alex sale
despavorido sin otro rumbo que el de su cotidiano acontecer. Ella,
María, tirada en el piso con el
valor quebrado por la golpiza y su
dignidad despedazada, trata de
sobreponerse y al lograr pararse, pero sostenida sobre la
mesa, vomita su odio y repugnancia. ¿No
hay otra opción, acaso, para quien en la vida
se ve obligada a la perversa
sumisión, por las circunstancias que sea, o
para quien lleva el inri de la desventura y la tragedia? Ahora los niños
se callan y la abrazan y
Rubén rueda en el piso de lo borracho que está. Allí duerme como el
oso que
ha llenado su panza luego de
brutal cacería.
La
vida de María y
sus niños depende
de él, y sus hambres
como sus sedes
también se diluyen en sus oasis. Así,
éstos que huyendo
de la barbarie de sus campos cayeron
en los lodazales de la miseria,
no tienen otra opción. Ella, la
de someterse a los delirios y
vejámenes de él, y ellos,
solo espectadores silenciosos al
filo del abismo de la incertidumbre.
El
rancho era una especie de palacio imaginario
en el que sus huéspedes podían huirle a las noches frías y
proveerse del calor que ahuyentaba
sus hambres voraces. A pesar de todo, ahí se sentían protegidos.
Alex
va corriendo sin cesar
por entre las personas que
empiezan a retornar esa tarde y, con el impulso mecánico aprendido en sus dos últimos años, se dirige
a la esquina donde está el Calavera con su parche.
¿Qué
pasa pinta? – le dice. ¿Lo viene siguiendo el diablo o qué?
Él se queda
callado, pero lo mira a los ojos con profunda
angustia. Entonces rompe en llanto.
Cuénteme, parce –lo exhortó.
Su
excitación no lo deja hablar. El Calavera lo toma por el brazo y lo hala dos metros de donde está:
“¿Tu padrastro se metió
con la cucha otra vez?-
pregunta.
Alex levanta
la mirada para alcanzar la altura
del rostro de su interlocutor y
asiente con la cabeza. Él lo estruja
como quien siente el dolor ajeno
y con sus gestos lo conmina
a reposarse. Ambos se unen al grupo de
amigos y todos lo reciben con sus
miradas de aprecio. Él sonríe.
Al
otro día, la invasión se levanta
alborozada. Las mujeres corren en
diferentes direcciones, haciendo
ademanes para llamar la atención
de los hombres que están al borde
de sus ranchos. Los invitan para que se acerquen a la parte sur de la cancha, en donde está
tirado el cuerpo de Rubén, que
yace frio como el hielo y blanco como la nieve. Tres tiros
le han perforado la cabeza y los
sesos están desperdigados
a su alrededor. En los rostros de
algunos hay estupor.
Empiezan a especular sobre su muerte y las hipótesis son variadas. Algunos dicen atraco, otros venganza, limpieza social y no faltó quien dijera que “a un perro de esa calaña lo mataron como se lo merecía”.
Cuando María viene a verlo, siente que una bendición de Dios la ha liberado por fin de su infierno. No hay dolor en su rostro y cualquiera que la conozca diría que de ella se ha apoderado una extraña tranquilidad. Hace las veces de doliente como corresponde y tomando la iniciativa que le es propia se hace a un teléfono celular para llamar a la policía. Estos llegan después de tres horas y los de la fiscalía más tarde. Hacen el levantamiento del cuerpo y las personas empiezan a diluirse como si de una gran masa se desprendieran centenares de átomos en todas las direcciones.
Al medio día,
María tiene la certeza de que la
muerte de su amante es el inicio
de una nueva vida, la asalta el
convencimiento de que un hombre menos en la tierra y en su cama es una buena señal para un
nuevo amanecer. Se baña como en
un ritual de limpieza áurica, se perfuma con
finas fragancias, se viste con
sus mejores prendas y se
adereza elegantemente. Alex y sus
ocho hermanos la
miran con expectación y asombro. Su madre
no solo es hermosa
sino la más bella de las mujeres con nueve hijos paridos; en ella
radia la luz del campo cuando en la montaña
asoma el sol, emana la
frescura del aire puro del ozono recóndito y fluyen los hálitos
de las hormonas desenfrenadas e
insaciables. Los ojos miel, sus labios rosados y perfectos, la cabellera ensortijada y
negra, sus curvas torneadas y
los exuberantes pechos; la hacen ver
diferente; de una belleza
exquisita y admirable.
Aunque de Rubén
no se sabe mucho, resultaba ser un
borracho sin remedio. En la prensa amarillista
apareció un artículo de
página completa sobre su vida y
sus logros. Fue un abogado prestigioso que
se perdió en el submundo de la droga, concejal, diputado; durante
varios periodos y, en su última incursión pública, alcalde encargado. Despilfarró su fortuna, ferió
su prestigio a cambio de los encantos mundanos
de la calle: droga, sexo con mujeres fáciles, alcohol y ocio ilimitado.
¿Qué pudo haber encontrado en ello, si nada
parece estar por encima de la riqueza, la posición social y la moral colectiva? Pero, esto a María
le es indiferente.
Al
atardecer, todos van hacia el cementerio
y salvo un desconocido, que seguramente lo identificaba, nadie lo lloró.
A
Alex también le parece un mundo nuevo,
un aire fresco lo
contagia y sabe
muy dentro de sí que el Calavera lo mató, pero no dice nada.
La
vida fue entonces la misma: levantarse a
las once de la mañana, agua de panela
con rondalla al desayuno, al almuerzo sopa de vísceras, lavarle la cara y
el culo a los hermanitos, limpiarle los mocos. Mamá sale a trabajar a las siete de la noche. Se aplaza el picadito para las
diez y con el parche hasta las cuatro de la mañana. Ahora fuma marihuana, se
hizo tatuajes en los brazos, se peina
extravagante, se coloca pircis en
la nariz, las orejas y la lengua; aprendió a manejar moto y
lleva una pistola
nueve milímetros que le regaló el
Calavera.
Anda
la calle y conoce sus leyes; las mismas
que todos los días le nombra el Calavera: “sabe qué parce – le dice- acá solo sobreviven los hombres”. Él lo mira
y le dice que le enseñe a disparar
su arma.
Sabe
qué pelao – le responde- si le enseño a disparar, tiene que aprender a matar.
Entonces lo lleva a la
escuela de sicarios dónde él está
la mayor parte del día. Le muestra los
macabros videos de asesinatos a sangre
fría, le enseña a degollar gatos vivos, a puñalear perros que recogen de las
calles y a depredarlos con sus manos y
dientes. En los mal altos grados
de la escuela, degüellan
hombre y mujeres indigentes
o cadáveres que compran de fetos
abortados o niños recién
muertos. Siente miedo al principio y vomita, pero pronto
la sangre y la sevicia
hacen que aumente su fascinación
y cada puñalada que profiere a
sus víctimas es una pequeña gran victoria, un pequeño gran trofeo.
Vos serás un
matón temido –le dice el
Calavera.
De
vuelta a casa piensa en esas palabras y sonríe con malicia. Recuerda también
sus consejos: “no te olvidés pinta, míralo a los ojos y cuando pestañeé
soltale el gatillo. Solo así le volarás
la cabeza”.
A
estas alturas, ya tiene la sangre fría
de los asesinos; y, a costa
de entrenamiento disciplinado se ha impregnado de una cierta maldad en sus ojos que asusta mirarlo.
Libeth,
su novia, no ve en él eso que todos
dicen, será porque es la única que sabe leer su corazón. Él es otro cuando ella aparece; es joven juguetón queriendo ser grande, tan grande
que nadie se lo reproche. La besa cada vez que ella pone sus labios cerca de su cara, le acaricia
el cabello largo y no
puede disimular que se siente
orgulloso de tener la niña más
bella de la invasión. Ella no es como las amigas del Calavera; es recatada, seria, se viste con
sencillez y elegancia, no se maquilla y, a pesar de tantas insuficiencias, se ve feliz. Es fácil notarlo en esos ojos verdes que envidian las esmeraldas, en
la expresión angelical de su níveo rostro, en su forma de caminar y en la hermosa sonrisa que siempre alumbra su cara. Vive
con su abuela cuadripléjica en un rancho al otro extremo del asentamiento
y las acompaña una lora
que profiere groserías todo el
tiempo. A los quince años parece de diecinueve
y las curvas de su cuerpo son perfectas; es arrolladoramente hermosa. Aunque Alex
ha cumplido los trece años, se ve más grande que ella. Hacen bonita pareja.
Cuando
van por la calle, no le molesta que la miren
con perversidad porque en la cama
ella es solo suya. Hacen el amor cuando creen que la abuela está dormida
y después de haber enjaulado y cubierto con una
colcha a la lora. No quieren correr el riesgo de que los vea y los delate
gritando obscenidades. Ella lo
mira desnuda y los besa por todas partes como queriendo saborear cada rincón, él la
abraza más fuerte cada vez porque le encanta sentir
sus senos desnudos arrimados a su piel
y deslizar las yemas de su
dedos por la suave estepa de su vientre. Lo hacen dos o tres veces cada noche y aunque
quedan exhaustos procuran
estar abrazados hasta el amanecer. Libeth ama esas faenas.
Aun lejanos los quince años, tiene en su
haber cincuenta y tres asesinatos,
cien menos que el Calavera, y ya siente que le hace falta batir el
record. A simple vista, parece un
joven normal y en cierto
sentido lo es; a no ser por la
carga tan tenaz que lleva a cuestas. Su madre se ha prostituido para ahuyentar el hambre y la miseria y ya no
le importa atender clientes en su
rancho; hacerlo ante la mirada y asombro
de sus ocho hijos. Sus hermanos no conocen la escuela y como la
vida va con parsimonia y camina
recta, es probable que ella
sea para ellos más
miserable. Libeth es su único
sosiego; aunque no la ve en sus planes
futuros. Presiente que un día se irá de
su lado porque no tendría, para
ella ni para nadie que sea sensato, nada
de fantástico ser la compañera
de un sicario. Ese miedo moral lo acongoja y no
sabe cómo lo soportará cuando ello ocurra.
Parce,
parce – lo llama el Calavera- hay un trabajo para esta noche,
se le mide?... Hay cinco palos
para cada uno. ¿qué dice brother? – lo
increpa.
Es en
esta jaula? -pregunta.
Sí,
pana
Vamos
pa’ esa.
Él
va en su RX 115 y lleva su miniusi. El Calavera conduce hasta llegar a dos
cuadras del juzgado penal y ahí esperan sin afán y muy tranquilos. Al tiempo sale
una mujer elegantemente vestida, acompañada de dos pequeños niños cada uno
agarrados a sus manos. Venían
sonrientes y a pasos normales por el pasillo y al llegar
al andén, Alex dispara la ráfaga completa sobre sus cuerpos. Quedan tirados en el piso y el Calavera arranca
a todo acelerador. Una
cortina de humo invade el ambiente. La sangre
brota por sus ropajes y la gente
grita angustiada. Ellos
huyen por entre la
multitud de carros y la confusión de la ciudad.
Vuelven caminando por la calle contigua y como dos
extraños al suceso, se acercan a
la multitud que rodea los
muertos. Un gesto de curiosidad
asoma en sus rostros. Miran
los cuerpos tirados en el
andén y
con sigilo se retiran
de la misma forma que llegaron. Ahora, la gente mira a la
madre que en su agonía trató de abrazar, en un intento inútil, a sus dos
hijos; para protegerlos de las balas asesinas. ¡Qué dolor es este que ni la más grande de las
crueldades humanas puede
compararse! ¿Es, acaso, el dolor de
Medea insignificante ante el gesto de
angustia que se ve en el frio rostro de
esta madre? La gente no entiende lo que ve y pronto
nadie lo recordará.
El
Calavera le entrega los cinco
millones y él compra regalos para sus hermanos; a unos un balón de
futbol, a otras muñecas barbis y a su madre un elegante vestido rojo
que se
ajusta perfecto a las curvas de su cuerpo y deja ver sus bien torneadas piernas y sus codiciados muslos. A Libeth le lleva un anillo de oro. Ella le dice: “a mí no
me regales esas cosas caras porque bien sé de donde viene la plata”. Él no se enoja
sino que se avergüenza. Esa
vergüenza sola la muestra
ante ella porque ante los demás, decir que es un matón
lo llena de vanagloria y prepotencia; a veces, de orgullo. Como si
matar a otro fuera la gran cosa del mundo, el último gran acontecimiento extraordinario. Se avergüenza ante ella porque después de que ha matado la busca para que lo
abrace y le permita llorar inconsolable en su regazo. Extraña reacción viniendo de un sicario como él, que
no necesita empeparse para jalar
del gatillo, ni le tiembla la mano en el
último instante para volarle los sesos a nadie. Digo, que Libeth no acepta esos
regalos venidos de la sangre de sus
asesinatos y antes lo insta para que deje ese oficio
macabro del cual vive. “Yo solo sé matar
– le dice- lo mío es matar”. Entonces, arenga su coloquial apología: “vos no entendés que
lo que mato son ratas. Jíbaros, políticos corruptos, jueces y abogados bandidos,
funcionarios ladrones. Entendé que no
mato gente buena. Lo mío es limpiar este mundo de la peste que son todos ellos”. Ella se queda
callada; pero, al final, reacciona: “son seres humanos”, le dice. “Pero,
hacen daño a los buenos” – le refuta.
Una
camioneta negra con vidrios
blindados da vueltas en el barrio
y se
acerca con prudencia hasta los límites de la invasión. Es una nave como de película y no faltan los
niños que corren detrás de
ella haciendo algarabía. Pronto
para frente a la esquina
donde se ponchan
los muchachos y
llaman mediante señas al Calavera y a Alex. Ellos
se acercan con cautela y
también mediante gestos
hacen que los demás se retiren.
Al verse solos se suben en la Toyota y se
van lentamente. Los niños han dejado la
bullaranga y ahora están
quietos, parados al filo de la cancha.
Las miradas todas son para el carro que como un punto negro se deshace en la distancia. Pasan tres veces por el mismo lugar y sin que la gente ni los niños se muevan, los dos jóvenes
bajan en el sitio donde los
recogió. Llevan en sus rostros la
sonrisa del que ha recibido una gran
noticia y al verlos, sus semblantes radian
felicidad. Los demás retornan a su esquina y los niños
juegan en la cancha con gran beneplácito. Alex y el Calavera se abrazan efusivamente y ya
saben sus compañeros que algo
bueno está por venir. Saltan de alegría,
ríen a carcajadas y sin pausa pero sin prisa van
en dirección de su rancho. En el
camino se dan palmaditas en sus espaldas y una que otra vez chocan sus manos que producen un esplash ruidoso, onomatopéyico, como el de las tiras cómicas.
Uy
parce -exclama el Calavera. Cien
millones…. Cien millones – repite.
Sí,
parcero –replica Alex- ¡Qué trabajazo!
Y
vuelven las risas estentóreas y los
saltos vertiginosos.
Pero,
ojo parce; cincuenta y cincuenta -refunfuñó Alex.
A
lo bien, a lo bien.
En
la noche sacó de su rancho una maleta negra
de mediano tamaño donde guarda las armas que utiliza en sus trabajo, le da un beso y un abrazo a cada hermano, abraza
a su madre como nunca antes lo hizo y antes de salir le promete
volver en una semana. “Nada será
como antes” – le dice.
Pasa
por el rancho de Libeth, que a esa hora
bañaba a su abuela; le da un
abrazo largo y fuerte, un beso
apasionado y profirió
las mismas palabras que a su madre. “No vayas”, ella le dice;
pero, él no escuchó.
A tres cuadras
lo esperaba el Calavera que
ya había conseguido un taxi. Llevaba
también un maletín y sobre su cuello colgaba un escapulario con la imagen del Arcángel San Miguel. Tomaron la Troncal hasta la
Quince y por allí hasta la Quinta.
Pronto vieron que frente a la iglesia de San Fernando se había estacionado
la camioneta negra.
Dos
hombres robustos y de piel negra los
recibieron con cortesía, les entregaron
dos maletas medianas, dinero en efectivo
y las llaves de un automóvil Chevrolet
corsa de color gris que estaba unos metros
delante de ellos.
Deben
ir a Pereira esta noche, hospedarse en el hotel que les indicamos; en la
guantera está la tarjeta; -indicó con su
mirada-, esperar nuestros
contactos allí y recibir las instrucciones. Nada deben preguntar, solo obedecer.
La
voz era
escueta y de no ser por un
tono grave al final del sonido, podría sospecharse
que era afeminada.
La
noche que es negra y lisa los ampara.
Van hablando de las cosas que comprarán
con los cincuenta millones y
es Alex
el que más ansioso está y el que más feliz se encuentra. “relájese parcero”- le dice el
Calavera-; pero, él no escucha
palabras y solo las de su boca
fluyen como tonada musicales. “le
compraré un rancho a la cucha –dice-
la sacaré de esa pocilga donde vive y no
tendrá que volver a trabajar en ese bar
de mala muerte”. Casi no hace pausas
y su voz tiene un
acento diferente, emana su voz
como sentencia o como decreto:
“mis hermanitos irán a la escuela – continúa- tendrán muchos balones y muñecas y ningún hijo de la Zelemba
los humillará”. El Calavera lo mira
y sabe que lo que dice es cierto;
entonces él sueña con otras cosas. Le duele no tener familia; haber perdido sus
padres cuando aún era niño y no haber
podido compensar a su vieja abuela, que fue quien lo crió. En el fondo, él era un ser profundamente solitario, sin otra opción que la de volverse
sicario para sobrevivir en las calles y
para ganarse el respeto de los demás. Recordó las tantas humillaciones que vivió por cuenta de su apariencia de
muerto andando, las burlas y los
malos tratos que recibió siempre de los aledaños, pero sobretodo, los días
insoportables que vivió en la
escuela cuando todos los
discriminaban. Fue entonces que entendió
que la vida era una mierda y
la gente la peor invención
sobre la tierra. Albergó en
el enorme vacío de su existencia todo el
odio posible. Repugnó a la gente porque no fue capaz de entender
la insoportable pesadez del
egoísmo humano. Asco, solo asco hallaba
en su esófago y su garganta.
Casi
a las dos de la madrugada llegaron a
Pereira y el Otún yacía sereno y silencioso. Pronto dieron con el Hotel y ahí pernoctaron.
En
la temprana mañana, el sol radiaba hermosamente sobre las altas montañas y el viento y la brisa traía
un suave olor a café. La perla del Otún
se veía tranquila
y algunos transeúntes iban sin
afanes por las estrechas calles. Salieron del
hotel a las ocho y treinta y cinco y tomándose el tiempo necesario
para mirar su bella
arquitectura caminaron con sigilo. Al llegar al parque central descubrieron
al “Bolívar Desnudo” de Arenas Betancourt
y como quien mira algo asombroso lo rodearon con sus miradas. Alex
entendió que más allá de una imagen
fría de metal, había
una historia y una intención secreta
que el artista quería develar.
Siempre le causó
asombro la imagen humana
y ello le producía expectación.
Estaba en su sonambulismo
contemplativo cuando el
Calavera le señaló
con un gesto que alguien se acercaba. Los dos hombres robustos de Cali
venían caminando de
frente a casi dos metros de ellos. Intercambiaron algunas
palabras que les indicaban su
tarea y
entregaron un paquete enrollado
en papel negro; luego se alejaron. Los dos volvieron al hotel y al abrirlo
se percataron que era dinero.
Cincuenta
millones, parce - dijo el Calavera- cuando
terminaba de contar
los billetes.
Alex también los contó.
Los
otros cincuenta, cuando el trabajo esté
realizado–agregó.
Sí
parce, ¡Qué chimba! Expectoró Alex.
Guardaron
el dinero en la maleta
de Alex y sin más
se sentaron a elaborar el plan.
Encendieron la radio y la
televisión a bajo volumen y
de allí extrajeron
la información sobre el recorrido
que haría el
Señor presidente esa tarde.
Vamos
a matar al presidente – señaló el
Calavera.
Una
rata más – vociferó Alex.
Pirobo,
hijo de puta - culminó.
Con
un plan diseñado, las armas provistas
bien cargadas, la resolución
infranqueable y la
determinación intacta; se disponen a
ejecutar el crimen.
Saben
que el Señor presidente llegará
a las dos de la tarde y que estará en la
alcaldía hasta las cinco.
Recorrerá el parque central y saludará, como es su costumbre, a la multitud. Es en
ese lugar y en esos instantes
donde piensan liquidarlo. Sin embargo, las palabras
de sus jefes fueron claras y
hacen eco en sus conciencias:
“Nosotros no asumimos riesgos. Lo único que deben hacer es matarlo, el resto es problema de Ustedes”. Pero, son lo
suficientemente sagaces y expertos en la materia para
dejar cualquier detalle
al azar; por el contrario, matar
para ellos era una profesión de altísima
responsabilidad y sobre todo, entre los de su gremio, un
acto de supremo coraje y
honor. No estaban acostumbrados a comprar
policías corruptos o miembros
de seguridad torcidos, menos funcionarios públicos vendidos
al mejor postor; ellos eran
infalibles en lo que hacían y su
trabajo no requería de
mediadores ni de farsas. Lo iban a
matar como lo hicieron con todos los anteriores y no necesitaban más que la precisión de sus
punterías y la situación
estratégica para hacer de la cabeza
de su víctima un reguero de sesos. No iban a correr el
riego de matarlo dentro
del edificio porque sería torpe,
quedarían encerrados como
tigres en una jaula y sin ninguna
posibilidad de escape. Tampoco lo harían de cerca porque los anillos de seguridad los
agarrarían y despedazarían en un
santiamén. Sabían que no comulgaban con ello; nada de camicasi o fundamentalismos que arriesguen su vida para lograr un crimen por
una causa justa. Ellos eran asesinos
profesionales y en honor de sus cargos
matarían a quien fuera por el solo hecho de ser temidos. Matar es su única y más inmediata
opción y ello no requiere sino de la
oportuna intervención, la herramienta
adecuada, la serenidad controlada y la necesaria cuota de resolución. Puede resultar la más simple de
las empresas y ambos lo saben. El Calavera
entiende que Alex le llevaba años luz en
esa tarea. No por nada decía
que él era el mejor.
La estrategia
resulta sencilla cuando los expertos
son los que la aplican. En este caso, uno cubre el
flanco izquierdo y otro el derecho; pero caminarán paralelos al paso
de la cohorte presidencial. Esperarán su saludo a la multitud
apelotonada y fanática y en un lapso de
segundo sacarán su arma y
la descargarán sobre la testa del político.
Luego, huirán por entre la
multitud y se encontrarán en un punto acordado con anticipación. Ahí, el automóvil
estará listo y equipado con todo para salir de la ciudad.
El
reloj de la alcaldía marca la una y cuarenta y cinco cuando
cada uno se abre paso por entre
la gente amontonada. Alex toma su posición
al lado izquierdo de la puerta y el Calavera a la
derecha. Se miran de vez en cuando para cerciorarse
que nada ha cambiado. La multitud espera
alborozada e intranquila y varios policías se
encargan de no dejar
invadir un angosto callejón. Varios guardias
custodian la puerta y en el fondo
del edificio, ya sobre los pasillos
internos, una jauría de perros
yace a la expectativa. El señor
presidente aparece rodeado de
guardaespaldas al otro lado de la
plaza, vine levantando su mano y
saludando a la multitud.
Camina con seguridad e imponencia y cualquiera
pensaría que no camina sino que desfila. Algunas
matronas lloran al verlo, las
madres más jechas levantan a sus críos para que él los
toque y uno que otro varón extiende su
mano para saludarlo. Sus escoltas
luchan contra muchos para evitar
que lo agarren. Cuando
se acerca a la entrada del edificio
se encuentra de frente con Alex y este le extiende su mano
para saludarlo. Era fría,
femenina, débil, delicada; como
sin huesos. Vaciló de pesar.
“hola joven muchacho”- masculló el
despreocupado presidente-, y
sin mirarlo siquiera: “estamos
trabajando por esta juventud”- susurró.
Pronto
se perdió entre el largo pasillo que había en el interior del edificio.
El
Calavera mira desde el frente y hace un gesto de desaprobación. Un cordón
de agentes de policía y un grupo de señoras que gritaban vivas y vítores le restaron importancia al juicio
gestual y Alex
no se inmutó.
Por
su mente desfila la imagen
del presidente cara a cara con
Alex y la certeza
de que si a él le hubiese dado la
mano, de una le habría asestado los siete tiros. ¡Pero no!…está seguro
de que alguna razón motivó a
su amigo para esperar. Ello no
resta valor a la
circunstancia de que ese momento era
el más apropiado para asesinarlo.
Permanecen expectantes y aunque no son hechos para el reproche, no dejó
de pensar que su
amigo Alex estaba
conturbado. Y lo estaba; la fría
mano del presidente le había
recordado la sensación que le
produjo abrazar a su padre muerto cuando
en la finca fue el primero en encontrarlo, tras dos días de
intensa y sofocante búsqueda. Lo encontró tirado en el piso, acribillado por las balas y en medio
de su inocencia pueril creyó que podría levantarlo para revivirlo. Pero, estaba helado como esa mano ajena que acababa de tocar y
olía a
diablo embotellado o algo así- es
lo que pensó. Ahora, casi ocho años
después, la misma sensación
le produjo pavor y miedo.
A
las cinco y cuarenta de la tarde, la multitud
que espera tranquila vuelve a desordenarse, los policías toman
sus posiciones; las que habían
abandonado por la inercia de la pasividad popular; y lo
propio hacen Alex y el Calavera; solo que esta vez el que
estaba en la izquierda va a la
derecha y viceversa. Al asomar en la puerta, el presidente se desplomó
violentamente sobre el
pavimento y con ocho tiros en la
cabeza no alcanzo a ver la luz de la tarde, que en Pereira es maravillosa. La multitud se
recogió en una especie de espasmo
colectivo y finalmente estalló
en un mar de lamentos y quejidos. El
Señor presidente yacía muerto sobre un suelo sucio y manchado, y la
república ahora lo lloraba, el pueblo lo enaltecía y sus
enemigos lo celebraban.
Mientras la ciudad enloquecía por el inesperado suceso, los dos amigos
vuelven por donde han llegado
y como es digno de su
actuación, celebran con
carcajadas su victoria intachable. Dos retenes
antes de abandonar la ciudad, les indica que nada podía salir más perfecto. La luz de su auto rompe la noche oscura
y por un sendero seguro van a
su destino final.
A
las nueve de la noche
arriban al hotel
que han reservado en El Cerrito y
allí se hospedan. No salen de sus
piezas hasta cuando los hombres
de Cali los abordan. Entregan un nuevo paquete a la manera del primero, recogen las armas
y se van en el automóvil corsa que les habían dado.
Alex,
solo en su habitación recuerda la mano
fría del presidente, su frase proferida con
cariño senil, el ruido de los
proyectiles entrando en su cabeza de dos en dos porque los tiros fueron
milimétricamente disparados, el cuerpo
helado de su padre, sus ocho
hermanitos amontonados en una cama burda en el rancho, su madre sollozando todas
las noches; bien alta la madrugada para que nadie la escuchara; los besos de Libeth cuando hacían el amor; todo
eso, mientras el sueño lo vence
de manera definitiva.
Al
amanecer, Alex está acostado boca abajo
sobre sábanas enlagunadas
en sangre, que no eran de los
cincuenta y tantos que tuvo que matar. Con siete tiros en la cabeza, yacía
impávido y de un aspecto angelical.
Un hombre corpulento lo envuelve cuidadosamente y lo cubre con chuspas negras para la basura, lo sube en un auto blanco y amparado por una débil luz que asoma en el horizonte, lo lleva hasta el rio Cauca y ahí lo tira amarrado a una gran roca para que no flote.
EL CALAVERA
En la noche
imperturbable, cuando en El Cerrito
solo se escuchaba algunos
motores que pasaban fugazmente, el
Calavera se despertó con la
necesidad de fumarse un bareto. Su ansiedad tenía un sabor extraño, un color indefinido; y aunque conocía el olor
de la desesperación, atinó a levantarse con la tranquilidad que era común en él y armó lo suyo en un cuidadoso ritual: tomó un papelillo blanco, recortado en rectángulos pequeños, y sobre él envolvió la hierba apretujándola
hasta dar la forma de un
cigarrillo; con un ademán
inusitado lamió el filo del papel, deslizó la yema de su índice para
alcanzar la perfección cilíndrica que debía y retorció las puntas con suavidad. Finalmente, lo
cruzó por sus oquedades nasales
y con una expresión,
que solo podía ser de satisfacción, lo agarró entre sus dientes. Un encendedor de flama azul produjo una humareda grisácea
que se deshizo en su rostro. Empezó a
succionar mientras cerraba levemente los ojos. El color rojizo
del fuego se encendía cada
vez que llevaba su mano a la boca
y una expresión de lujuria desbocada
se iba dibujando en su escuálida
cara mientras su plexo parecía
ensancharse en extremo. Parado a
la vera de una vieja rejilla parecía
una caricatura de Dick Tracy.
Creyendo
que Alex dormía en la habitación del fondo del hotel se
sentó en el filo del muro
que daba a la ventana entre tanto el
efecto alucinógeno de la droga
le invadía su cuerpo y se irrigaba
indetenible por sus venas.
En lo que antes fue un pequeño
balcón, se dejó caer en el paroxismo de
su alucinación: unicornios volaban
en fila haciendo acrobacias
sobre nubes de colores y una
sensación de música suave los elevaba
hasta alturas inalcanzables. Luego, caían vertiginosamente casi hasta
estrellarse con su cuerpo flotante
y una sensación de
azote estrepitoso y letal
le cubría el cuerpo de poro a
poro. Más allá, se veía
flotando en la superficie de un
lago cristalino y frio, tremendamente
frio. Entonces, la
médula de sus huesos empezaba a crujir como
galletas crocantes y un
dolor que empezaba suave y terminaba
insoportable, lo invadía sin piedad. Ahora tenía los ojos
desorbitados, los labios resecos, la
lengua desértica, sus piernas y
sus brazos temblaban
sin control y su mente daba vueltas
de vértigo en un punto
concéntrico de abismal sensación. Por
allá, en un mundo ignoto; como si
saliera de una caverna,
escuchó una voz
ambigua y sin poder mirar, porque
la oscuridad de su alma
era impenetrable en ese momento, supo que
provenía del fondo del
hotel. La voz fue haciéndose más sonora pero incomprensible y de no
ser porque la sombra
de las cortinas de su habitación
lo amparaban, se habría
topado con los hombres
que saliendo de prisa olvidaron cerrar completamente la puerta que daba a la calle. Un eco de disparos invadió el recinto y aunque
la noche parecía calmada como
para escuchar el más
leve crujir de una hoja al
caer, lo de los disparos pareció
un ruido lejano y virtual. Solo pudo ver sus siluetas
ennegrecidas por la mañana que aún no nacía y escuchar
sus voces inolvidables
por lo secas y graves que eran.
Eran voces como piedra cayendo
en el vacío; de yermo, sin sal, pedregosas, desalivadas.
El
dolor en sus articulaciones, la
sensación de sed insaciable,
el hambre haciendo brecha en su flácido
estómago, la vista medio
perturbada por el efecto irreversible de la marihuana en su sangre y la
candidez de la alborada, el susurro imperturbable de las voces
saliendo a la carrera del hotel,
pero sobretodo su frágil condición física; hicieron
que tardara un poco en sobreponerse y volver a su confusa realidad. Decidió
acostarse, pero sin poder dormir. Entonces, vino a su mente el
mar de horrores que había visto
en su vida y el caudal de infamias que
había tenido que soportar hora
tras hora. Conminado por una
fuerza externa, sobrenatural,
se levantó de su cama caminó
hacia la puerta, la abrió y yendo
despacio, con toda la previsión que obliga
andar en penumbras, llegó hasta la habitación donde Alex
dormía. Pero, su parcero ya no
dormía. Estaba tirado boca abajo
con su cabeza deshecha por el
fragor de los tiros. Quedó conturbado,
anonadado, casi imbuido en un
estrecho túnel oscuro en el que su cuerpo no cabía totalmente y en el que no había punto de entrada ni de
salida. Una lágrima resbaló por su
pálida mejilla. El temblor que no podía ser otro
que el que produce la total
inutilidad, el aniquilamiento absoluto
de la fuerza y la voluntad;
hicieron que se desgonzara en el
lugar donde estaba y cayera de bruces sin que nada pueda evitarlo. Allí duró algunos
minutos y cuando la reacción característica en él asomó, se acercó al cuerpo yerto y aun tibio de su amigo para decirle algo al oído.
Recogió una maleta pequeña que estaba
debajo de la cama y que los asesinos olvidaron. Luego, salió
despacio como había entrado. Siguiendo
la dirección de su
habitación se deshizo en la
débil oscuridad. A los pocos minutos,
la puerta que daba a la
calle se cerró y él salió caminando
rumbo a Cali, pensando en lo triste que se sentiría Alex
si a él lo hubieran matado.
Deambuló
normal por el filo de los cañaduzales,
guiado no más por la inercia de la costumbre y
aunque los autos iban y venían en ambas direcciones, no quiso abordar ninguno.
Había caminado algunos metros
cuando vio el sol
que asomaba tenue en el horizonte. Un auto salió despavorido de un callejón y por la
intervención de la providencia no lo atropelló.
Todo era llano, plano, longitudinal, lineal,
filamentoso; y se preguntaba
en los recónditos horizontes de su memoria
si alguna vez había visto
un amanecer. Aunque esculcó
desde lo más lejano de su niñez no encontró
registro de ello. Fue
entonces cuando absorbido por la débil
luz que asomaba más allá
de los sembradíos y una curiosidad nueva
en su espíritu, se estableció al
amparo de un gran samán que yacía
a orillas de la carretera. Desde allí vio el negro transformarse en
gris, el gris en tenue
rojizo, el tenue rojizo en
frágil amarillo y el amarillo en blanco
azuloso y finalmente el azul límpido
que cobijaba todo. Ese
juego de colores disputándose los cortos tiempos de la metamorfosis sideral hicieron que en su alma apareciera un asomo de paz y eternidad. Por algún instante sintió
que Alex debía
sentirse así en
este instante.
Con
la luz total brillando
sobre el verde grandilocuente de las veredas y
acantilada en los riscos de los Farallones, siguió
su camino con pasos lentos en dirección
a Cali. Llevaba su tula y el
maletín que había recogido del
cuarto donde Alex durmió su última noche. Paró una buseta a pocos metros adelante
y se subió sin mostrar en su
rostro el desastre
devastador que albergaba en su interior. Al sentarse
en la parte central del estrecho
espacio interior del vehículo, se abrazó a su equipaje y recostando
su espalda en el sillón cerró los ojos y respiró profundamente. En todo
caso, su mente era un calvario cruzado
por las muchas imágenes de Alex desde su
más inocente niñez hasta su más cercana adolescencia.
No supo cuánto tiempo pasó ni que distancia
había recorrido, pero al ver la silueta
lejana de La Torre de Cali y el
blanquear de las Cruces en el alto
filo del cerro,
supo que había vuelto
a su madriguera. Con su
retorno empezaron a aparecer en
su mente las cosas que le eran familiares por la fuerza
de verlas. Aparecieron también
los rostros de las personas
que días atrás había dejado para ir a Pereira a cumplir su misión. Ahora
discurrían en una especie de montonera mental las
caritas de los ocho hermanos de
Alex, la señora María, Libeth y su
frágil y anciana abuela, que de
tantos años que tenía no
alcanzaba a comprender lo que él hacía. “Trabaja en una oficina
importante – solía decir- y gana muchísimo
dinero”- agregaba. Había en su voz
una cierta presunción chabacana
que solo producía risitas
en quien las
escuchaba.
Apoltronado ahora
en el puesto de un bus urbano
a punto de desarmarse por lo viejo que
era, pensaba en
Alex muerto en el hotel y en la
cara que pondría Libeth, la
señora María y los niños; cuando
se los dijera. No alcanzaba a hilar las frases con las que iniciaría la fatal noticia ni a
hilvanar los pretextos por los cuales no se quedó
para reclamar su cuerpo y
sepultarlo. A lo mejor eso no se lo perdonarían nunca y aunque cabía
la posibilidad de ir hasta allá y
recuperarlo, poco aportó esta reflexión en el universo del discurso
que mentalmente venía armando.
Miró a Alex
postrado boca abajo y con
un suspiro profundo lo quiso
sepultar también en su alma. El
pobre empezó a sentirse tremendamente solo y
con varios estrujones
a su tula contuvo
el llanto que se veía
venir como un torrencial
incontrolable. “Parce, . Parce –murmuró-
¿Por qué se dejó matar,
parce?” Y sus ojos
se nublaron de angustia y
tristeza. Afloró entonces una señal
de ineludible tormento.
Pasó por
los sitios de siempre cuando ir
del norte al oriente se trata: El Puente del Comercio, el cementerio Metropolitano del Norte, la Rivera, La Octava de López
y finalmente, El Distrito
de Agua Blanca. Sobre el lado
derecho, un montón de ranchos
en esterilla irregularmente
construidos y algunos forrados con cajas de cartón o plásticos
de colores, anunciaban que estaba
en Charco Azul. Sobre esos ranchos
ladeados que daban la
impresión de estar a punto
de derrumbarse, el Calavera puso
sus ojos fijamente y
con un ademan mecánico,
aprendido por la mera
costumbre, se levantó y recorrió
el pasillo medio invadido por otras personas. Un
hombre negro de amplias
espaldas y cuerpo fornido
que estorbaba en la puerta de
salida, le preguntó: “¿Va a salir
bacán?” Él hizo un gesto afirmativo
y el hombre se corrió para que bajara.
El bus siguió su ruta y
él tomó la dirección
que daba una calle
estrecha, a esa hora
invadida de barro y
aguas sucias. En ese lugar de la ciudad, había llovido
y muchos moradores
sacaban de sus ranchos baldados
de agua para amainar la
inundación. Algunos niños, semidesnudos unos y desnudos otros, danzaban
entre el lodo y la desesperación
de las madres que gritaban
obscenidades a granel.
El Calavera
caminó sin levantar la
mirada, entró en un rancho
casi al final de la cuadra donde un grito senil y un abrazo lo esperaban. La anciana lo
abrigó en su pecho y él
rompió a llorar como un bebé. “Abu, mataron a Alex” – dijo y cayó inerme sobre un viejo sofá.
¡Dios
mío! – respondió- El Señor lo tenga
en su gloria.
La exclamación
se oyó sincera.
Al
otro día, llovía torrencialmente en
el sector y él
pensaba en el pobre cuerpo de Alex
tirado por allí en alguna parte.
Le estimulaba saber
que como estaba muerto ya no
sentiría frio. Parado al filo de la
ventana, miraba con cierto
aire de nostalgia esa distancia
inconmensurable que había entre él y el resto del mundo. Siempre tuvo la sensación de que por más que
había personas a su lado, lo
cobijaba una estela
de soledad inquebrantable y por
más cerca que alguien pudiera
estar de él, siempre había un
horrible abismo de por medio.
La vida, los pasos dados
en sus cortos años, lo habían
confirmado casi de manera irrefutable. Por ello, hacía lo que hacía. Empezó a tomar distancia de los otros
desde el mismo momento que intuyó
que en ellos no había más que egoísmo en sus corazones y que si te buscaban era por
algún interés particular. “En la vida sos útil o no lo sos” –solía
decir. Habría seguido en el
hondo abismo de sus pensamientos de no
ser porque su abuela lo llamó a
desayunar y un ruido de trastos
compitió con la lluvia
que arreciaba en el techo de zinc.
Parece
el fin del mundo - murmuró la anciana.
Siempre estamos en el fin del mundo - masculló él.
No
era una visión apocalíptica ni una frase
pesimista en extremo; era, más bien,
la gélida certeza
con la que caminaba porque en el oficio de matar
siempre se corría el riesgo
de que el muerto fuera él. Lo sabía, como se sabe que dos más dos es cinco o
que la noche fue antes que el
día.
El desayuno fue corto y a pesar
de los estragos de la lluvia,
salió sin ninguna vacilación. Tomó la calle siguiendo el rumbo contrario
y, con la tula en el hombro,
caminó a un ritmo normal. Bordeó
las cuadras mirando de vez en
cuando hacia los lados y sin detenerse para auscultar lo que los otros auscultaban
se fue deshaciendo en la
distancia.
Al
final de una larga y estrecha calle, un
grupo de niños descalzos y sucios hicieron
barullo cuando lo vieron venir:
“¡el Clavera!, ¡el Calavera”! –
empezaron a gritar y él sintió
que se le derrumbaban sus vísceras, el estómago
se le retorcía como lazo y sus
pobres piernas temblequeaban sin control. Eran los
hermanos de Alex. Cuando
la señora María
asomó en la puerta, un gran grito
de dolor; parecido a un
terrible alarido fúnebre; le astilló su alma. “¿Y Alex?, ¿y Alex?” – preguntó. Él no supo
que decir, pero con un movimiento instintivo se abrazó a su cuerpo y como
niño se arrancó a llorar.
Él está
muerto - musitó.
Nooooo, Noooooo. Y su voz era
quebradiza pero fuerte, casi una extensión inútil de sus
gestos desesperados. Un explosión hacia arriba
de su desmoronamiento hacia abajo.
La
tomó de sus brazos y lentamente
ingresaron en el rancho.
Atrás iban los niños que no entendían lo que ocurría. Ya
sentados en la sala,
les explicó en detalle lo que había
pasado y aunque la tristeza los
embargó, sus llantos fueron
hacia adentro y silenciosos. María
abrazó a sus niños y les
pidió que oraran por el alma de su hermano, el
Calavera se unió a ellos y
al terminar, fue caminando
y en silencio donde Libeth.
Su
rostro era claro como la mañana y
alumbraba con una luz rara, parecía
triste a pesar de la irradiación
angelical que siempre lo cubría. Al
ver al Calavera aparecer en el callejón de su casa, sintió que
su mundo interior se derrumbaba.
Un rio de aire gélido en extremo
se escurrió por su cuerpo y antes que él hablara, ella le increpó: “¿Dónde lo dejaste?
En
el hotel. Alex está muerto. – contestó.
Su
respuesta fue lacónica, lacerante, mortal.
Lo
abrazó con la fuerza que le
producía su dolor y le pidió
que fueran por él. Aunque sabía
que era inútil, aceptó.
A
las diez de la mañana,
cuando ya todos estaban
enterados de la muerte de Alex, un grupo de
casi veinte personas, entre jóvenes y adultos,
se dispusieron para ir por el
cuerpo. Los niños también querían ir pero
no lo permitieron. Libeth
iba en frente y con
arrojo y valentía, hasta
ahora no conocidos en ella, decidía qué hacer
y a dónde ir.
La
silenciosa caravana iba rumbo al norte cuando una
nube gris empezaba a
aparecer en el horizonte. Libeth tomaba de la mano a María y María
de vez en cuando miraba al Calavera. Todos iban con los ojos tristes y su
alma al borde de una explosión de llanto.
Nadie hablaba nada.
Al
llegar al hotel fueron atendidos por
una señora gorda
y de piel morena que parada en la puerta no dejó ingresar a nadie. “el hotel está
cerrado desde la semana pasada” –
dijo. El Calavera sintió el peso de las miradas de todos como un
sable que abría
sus entrañas.
Pero,
señora, yo dormí aquí hace dos noches - vociferó.
Mire joven – le contestó- La única que abre esta puerta soy yo y sí le digo que el hotel está cerrado es porque está cerrado.
Y en un acto de fuerza bruta cerró
la puerta y giró las llaves
repetidamente.
Tocaron varias veces y por largo tiempo y no obtuvieron respuesta. Sin embargo, uno
de los muchachos que los acompañaba
logro bordear un muro de concreto
e ingreso. Todos lo esperaron con expectación.
Cuando regresó traía
una sábana ensangrentada y un escapulario
que había sido arrancado con fuerza.
Libeth lo reconoció porque fue ella quien se lo regaló para que lo protegiera.
Escrutaron el hotel y sin que nadie les impidiera nada, los que pudieron saltar
el muro lo saltaron y luego de
buscar por largo rato
no encontraron nada. El
Calavera puso su pistola en la cabeza
de la negra gorda que los había recibido y tras
activar el gatillo para disparar logró que dijera algo: “lo tiraron en el río” –
masculló y perdiendo la noción de todo
se desmadejó y cayó inerte produciendo un chasquido apabullante.
Todos se dirigieron
al rio como Libeth lo indicó
y sin perder tiempo abordaron canoas y otros
por la orilla en su incansable búsqueda.
En el fragor de los afanes, el Calavera recordó el viejo carro que surgió esa mañana de los cañaduzales y por el
favor de su instinto asesino hiló
los hechos, ató los cabos y sospechó
que ello ahora tenía
relación con la desaparición de
Alex. Su mente fue clara, expedita, alucinante
y sin dar rodeos los invitó a que
siguieran esa ruta. Por el
sendero encontraron las huellas aun evidentes
de las llantas del auto y
siguiéndolas llegaron hasta el borde de un barranco, a orillas del rio. Sobre
un matorral seco colgaban los restos
de bolsa negra
y a su lado huellas de zapatos; al parecer de un hombre muy alto. La huella era enorme como el pie de
un basquetbolista. Libeth, que era muy buena nadadora se lanzó al rio mientras
los demás seguían el curso de la corriente abajo. Se tomaron el resto de la mañana
y parte del atardecer para hacer largos recorridos, pero todo fue infructuoso. Al borde del anochecer regresaron
cansados y con la certidumbre de que a Alex se lo había llevado el rio para siempre.
Esa
noche armaron un improvisado altar en el
rancho de Libeth y como
era costumbre cada vez que alguien moría, vinieron las cantaoras y le
entonaron tristes alabaos.
Libeth
en el submundo de su tristeza pudo dormir unos
minutos y aunque no lo esperaba Alex
vino para abrazarla. Sintió
la fuerza de sus brazos, la suavidad de sus labios y la ternura de sus dedos rozando su rostro. Tanto así, que lo vio
acercarse sonriente y antes de que pudiera tocarlo, para
saber si era real, él cayó en un tonel lleno
de agua donde se sumergía y de
vez en cuando sacaba su cabeza, pleno de risa. Ya
en el mundo de su conciencia abrió los ojos y con la mirada invitó al Calavera para que se acercara. Lo hizo en el instante. En un rumor
de voces que solo entendieron los dos, ella le dijo: “Alex está en el fondo del rio. Mañana vamos por
él”. Él asintió y con los gestos que los
otros le conocían convocó a sus más
cercanos amigos.
Libeth
y los siete, incluyendo al
Calavera, no esperaron a que
amaneciera para partir. En el instante más gris del
amanecer ya se encontraban entre los cañaduzales y cerca al barranco. Cuando llegaron al filo del rio, el sol apenas
asomaba en el oriente y su
luz perfecta alumbraba
la eternidad inalcanzable. Una
larga cuerda fue descolgada por el
risco y Libeth junto con otro de
sus vecinos se deslizaron en sentido vertical. Ingresaron en las profundidades del rio
dispuestos de dos mascarillas para protegerse y
cuando salieron por primera
vez gritaron a los demás que halaran del laso. Ellos retrocedieron unos
metros y con gran esfuerzo lograron traer hasta la superficie acuosa
un gran paquete envuelto con
plástico negro. Sin duda era un
cuerpo humano por la clara silueta
que se dibujaba. Ella empezó
a nadar hacia la orilla y a llorar
produciendo alaridos fúnebres y
dolorosos. El compañero que todavía
estaba en el rio se encargó de
llevar el cuerpo hasta la orilla. El
Calavera se quedó sentado
en donde estaba y en silencio empezó a llorar. “Parce – musitó- le juro que
voy a matar a esos hijos de puta”.
Libeth volvió al filo del cañaduzal y esperó a que el cuerpo fuera puesto delante suyo para aferrarse a él en un aguerrido abrazo que parecía eterno.
Vámonos
de aquí – le dijo el que salía del rio- no esperemos a que lleguen otras personas. Eso no nos conviene.
Y
con los afanes que son propios de una huida
irremediable, alzaron el cuerpo y
salieron en grupo hacia
la ciudad.
Lo
llevaron a su rancho donde
María lloraba inconsolable y sus
hermanos lo esperaban con honda
tristeza. Luego de pedir a unas de las
matronas negras que lo prepararan para
sepultarlo, lo condujeron en carroza fúnebre hasta el cementerio de Siloé cuando ya la tarde era veterana
y la noche se asomaba sobre los
Farallones.
El
Calavera hizo un disparo al aire y se persignó
mirando al cielo. Todos entendieron que
esa muerte sería
vengada.
De
regreso a casa Libeth iba al lado de
María y el Calavera con los hermanos de Alex; todos en silencio
y recordando quizá al que se había
ido para siempre. En un
ataque de loca esperanza
él pensó que las personas
no morían totalmente porque
quedaban vivos los recuerdos y el amor en el corazón de los que amaba. Empezó a recordar aquellos días en que Alex
le insistió para que le enseñara
a disparar su pistola y los que,
sin titubear, empezó a matar personas.
Sabía que era mejor que él
en puntería y finura porque era capaz de volarle los sesos a cualquiera
a diez metros de distancia, en
tanto que él prefería arrimar el frio hierro
a las sienes de sus víctimas. Alex los miraba caer y se acercaba para rematarlos, descargando todas las balas
del proveedor de su automática. Él, en
cambio, hacía tres disparos certeros
y les daba la espalda.
Cuando
llegaron al rancho, las cantaoras
entonaban tristes alabaos y un grupo de
señoras de avanzada edad
rezaban un rosario casi que
musitándolo. Varios hombres que
estaban agrupados en la entrada
se acercaron a María y a Libeth para darles el pésame. Hablaron unos
segundos con cada una de ellas
y después se dispersaron. María se sentó en un sofá ubicado en
un pasillo y Libeth y el Calavera
se internaron en una pieza.
Tienes
que averiguar quién hizo esto – le dijo.
Él
bajó la mirada para que no viera su
tristeza y le respondió. “Déjamelo a mí,
yo lo resuelvo”.
Con
un tono de voz autoritario y con
una mirada resuelta a todo; “es que yo
quiero también resolverlo”- agregó. Y tomándolo de la mano, con la seguridad
de quien conoce de fondo lo que va a hacer: “enséñame a matar” – le dijo.
Él volvió a mirarla y convencido
de que lo que había
escuchado no era producto del dolor intenso ni de la desesperación, asintió
con un leve movimiento de la cabeza.
Cuando
la noche era más oscura y silenciosa y las personas que
acompañaron se habían marchado, el
Calavera se acercó a María y le
entregó el maletín de Alex. Ella
lo guardó encima de un viejo
armario y se dispuso a dormir, si
la tristeza se lo permitía. Libeth estaba aún en la pieza y aunque dormía, en su pobre
rostro angelical había dibujado
un profundo dolor. Él
cerró la puerta y se marchó
lentamente amparado en la oscuridad. A los pocos segundos,
se escuchó el estallido de dos disparos.
Libeth,
que no había dormido bien, se despertó
con los ojos enrojecidos y un
cierto vacío en el estómago; que
no sabía
explicar. Deambuló por los pasillos
estrechos del rancho y aunque
sentía el olor de Alex, su presencia
en todo; no alcanzaba
a entender el vacío de su ausencia. Trató
de llorar, pero no pudo. Entonces, se sentó al
lado de donde María dormía
con cierta profundidad y rozó
sus delicadas manos sobre su rostro. La
despertó su natural
ternura y de un
salto se aferró a sus
brazos: “ voy a morir de dolor”
–dijo sollozando. Aunque Libeth
entendió lo que ello significaba se guardó para sí una frase
de esperanza. “Doña María – le dijo- su hijo es ahora un ángel que la protege”. Al ver a los
hijos más pequeños agazapados
en un gesto confuso de dolor y con la convicción de que la vida seguía, agregó: “debe vivir para ellos doña
María”.
Y así fue. Los días pasaron como por entre una gran pantalla y la vida
volvió a ser la misma. El Calavera y su parche parados en la esquina, Libeth
con su
abuela y la lora, la señora María
con sus niños amontonados
en su mundo de miseria
y Alex, el pobre Alex, allá en el
cementerio devorado progresivamente por
los gusanos; ahora
solo recuerdo, imagen
insustituible en la mente
de los que lo aman.
Volvió
a llover torrencialmente y la
invasión fue arreciada por vientos sorprendentes. Los techos se desprendieron de las casucas
y un montón de cartones y plásticos volaban
al vaivén de los torbellinos que
el vendaval formaba. Las
personas corrían detrás de sus cosas como colchones, cobijas,
sábanas y otros; dando alaridos espantosos y
profiriendo obscenidades, los niños y las mujeres gritaban con un llanto lastimero que a
cualquiera estremecía. La tragedia caía
sobre la miseria y sobre
todo ello, una
oscura nube de desesperanza.
Llovió solo para causar el desastre porque a la media hora el sol se aposentaba
sobre un cielo azul monumental
y erguido como el más bello de
los días. Unos volvían con sus
cosas estropeadas o deshechas,
otros con las manos vacías y los niños y las mujeres se habían
amontonado en una vieja
casa a la que irónicamente llamaban “refugio”. Allí se refugiaban
los olores más nauseabundos y del frio piso emanaban los más
asquerosos y repugnantes bichos.
En
el desorden del aposento, el Calavera
vino a ver a Libeth, que en ese
momento estaba con maría y los niños, y de manera disimulada
le dijo que todo estaba listo para
aquello que le había pedido.
Si
quiere – le dijo- podemos salir ahora.
Hay unos amigos que nos esperan en su
oficina para indicarle cómo hacer el
trabajo.
Ahora
no – le respondió tajantemente. Esperemos a que pase éste
asunto y yo le digo cuándo vamos.
Está
bien, parcera. Usted sabe que cuenta
conmigo pa’ las que sea. Y salió.
Libeth pensó
en Alex y aunque su estómago
seguía molestándole no quiso
hacer caso de ello.
Qué
tiene niña Libeth? – le preguntó María.
Gastritis
– respondió.
Los
niños jugaban distraídos
a unos escasos
metros de allí, y aunque la tristeza
era fresca y el recuerdo de
Alex resultaba ineludible,
habían vuelto a sonreír. María
miró a los ojos a Libeth y sin
que nadie se percatara de que se acercaba para contarle un secreto, le
dijo: “ mijo me dejó
esto” y pasándole un maletín
con el cuidado de que nadie lo viera, le pidió que lo
abriera.
¡Dios
mío! - exclamó Libeth. ¿Cuánto hay aquí?
- agregó.
Con
la serenidad de una
mujer entrada en años, a la
que nada
le sorprende ya, ella le respondió con
voz muy baja: “noventa y
siete millones”. La cifra se oyó
escandalosa y aunque nadie, más
que ellas, sabían de la existencia de ese dinero,
el tema no volvió a ser
tocado. Sin embargo, Libeth
no entendió por qué sí el Calavera lo había
entregado, nunca se había
referido a ello. Quizá no
sabía del contenido del maletín;
era lo que
pensaba. Entonces, lo buscó
por varios lugares
y en vez de encontrarlo éste
se hacía humo en todo momento.
María fue
censada, junto con sus
hijos, por tres funcionarios del gobierno que traían
escarapelas de la oficina de
riesgo y desastres colgada sobre su pecho. Uno de ellos
la miró fijamente, escrutó sus curvas y sus senos
prominentes, y con un gesto
de ansiedad obscena
le tomó la mano para que firmara
el registro. Ella también lo miró y supo que era presa fácil.
A
los pocos días, su desnudez retumbaba
en un motel cercano al Centro de la ciudad y una sucia
escarapela de riesgo y desastres yacía
a la vera de un pasillo semioscuro
donde la luz de la prudencia resultaba inquebrantable.
“Noventa
y siete millones…. Noventa y siete millones”
era la cifra que retumbaba en la
mente de Libeth y como si los números
en realidad representaran algo mágico, pensar y volver a pensar en ello
le producía una agraciada
sonrisa. Tanto, que pensó que
sería divertido contar uno por uno los billetes que María tenía guardados en su maletín. Y hacia allá se
dirigió. La encontró sentada
en la cama de su pieza, encerrada totalmente, haciendo
lo que ella quería hacer. La miró de frente, con precisión,
y con un gesto en sus ojos la
invitó a seguir: “cuenta conmigo” -le
dijo. Pero, no era cuenta de “cuenta”
sino de contar, de ir uno
por uno, de billete a billete, para ver
qué se sentía tocar tanta plata el mismo
día. La sensación era agradable en
extremo como si cada papel que pasaba
por sus manos; mejor dicho: por la yema de sus dedos; no fuese papel en realidad sino otro
elemento de otra especie,
o de otro planeta. Sabía a
éxtasis, olía a fragancia relajante, a
paraíso; producía una tranquilidad avasallante y por encima
de esto, una gran alegría se
apoderaba del espíritu. Circundaba un
hálito de sobrades, de ausencia
de miedo, de todo lo puedo con lo que tengo. Lo más increíble es
que, a pesar de
haberle costado la vida a
Alex, en
ese momento no lo recordaron. Terminaron riendo a carcajadas y
acostándose desnudas sobre
los billetes que ahora
estaban regados sobres las sábanas. Libeth los acariciaba y se los deslizaba por sus senos
y vientre, maría los besaba con
una pasión ensimismada y los
olía hasta extenuar sus pulmones. Quién sabe
que sensaciones íntimas
producía en ellas el
hecho de revolcarse sobre
todo ese dinero amontonado. Lo cierto,
es que jamás hubo tal
éxtasis que se asemejara a
éste. Lo disfrutaron al
máximo y el ritual habría
seguido de no ser porque
los niños, que estaban en la
parte externa del
refugio empezaron a gritar: “ el Calavera, el Calavera…”. Ellas
se vistieron, recogieron el
dinero, lo guardaron en el mismo
maletín y por
entre las montoneras de gente en el
pasillo caminaron para encontrarse con él.
Las miró fijamente y evitando que ellas pudieran preguntar
primero, les explicó detalladamente lo del
dinero. Finalmente, les pidió
que se fueran de allí, que
consiguieran un lugar seguro y
digno, y que mandaran los niños a
estudiar; porque ese era el deseo de Alex. María quiso llorar, pero Libeth le
pidió que no mas llanto y la exhortó
a cumplir su deseo.
El
Calavera las acompañó a comprar
la casa, a matricular a los niños en el colegio, a escoger los muebles, el televisor plasma, para María una moto FZ50, las bicicletas y los
balones de los niños. Las
ayudó instalarse en su nuevo
hogar y pronto se perdió como era su costumbre. Libeth
también desapareció.
Por
la vía que lleva a El Cerrito, en una
motocicleta Honda 500, va El Calavera y
Libeth a más de ciento cincuenta kilómetros por hora. Él va recordando
la voz gruesa de
los asesinos de Alex
y como la memoria
lo permite, vuelve a vivir ese instante
solo que sin dolor y mucha
rabia. Recuerda cómo, en
medio de las alucinaciones de
aquella noche, la voz enlocutada
que precedió los disparos lo
había abstraído de su mundo
de trabas y alcanzó
a ver las sombras
gigantescas de dos
hombres. La voz si bien es un
eco fugaz que muere
tan pronto nace, es parte de la personalidad de un
individuo. Es casi su
huella particular, así sea
etérea. Esa voz, la que él
recuerda porque la ha registrado en su ser como única, debe pertenecer a un
sujeto grande y corpulento, negro
por su acento particular y
lo más cercano
al matiz tumaqueño. También recuerda
que esa voz se repite en la versión femenina en la persona que
les cerró groseramente
la puerta del hotel, aquella vez
que vinieron por el cuerpo de Alex. Ata
cabos y sabe ya
que los dos tienen información importante sobre
los autores del crimen.
En eso
iba pensando cuando Libeth le
preguntó: “¿Por qué vamos al Cerrito?”
En medio de la ventisca de
la velocidad y el
aire denso de los
cañaduzales, trató de
explicarle su hipótesis.
Entonces se detuvo un momento, le
entregó una pistola cargada con su proveedor completo
y le dijo: “ si tienes que disparar hazlo a la cabeza”. Ella la recibió
con la serenidad de quien
sabe para qué sirve
lo que se le entrega
y con la determinación del que
es consciente de lo que va a hacer.
El resto de
la carretera, fue silencio
entre los dos.
Ingresaron por la parte de atrás del hotel. Allí estaba parqueado el carro que vio salir de los cañaduzales el día que mataron a Alex, y en el fondo de un gran zaguán miraron a la señora gorda que los había insultado. Él la abordó con agresividad, la tomó con fuerza del brazo y la tiró en el suelo. La señora trató de gritar, pero él se lo impidió llenándole su boca con una franela. Libeth lo miraba con expectación mientras tanteaba el arma en su bolso. El Calavera le preguntó varias cosas que la señora no pudo responder. La levantó y con dos empujones la introdujo en un baño que había a dos metros de ahí. Solo se escuchaba el murmullo de sus voces. Cuando él salió, Libeth estaba a medio metro de la puerta. Él se volvió para mirarla y en un acto instintivo, extendió su brazo, apunto su arma y descargó cuatro disparos. Adentro algo cayó con estrépito.
Libeth
lo siguió con cautela por entre
los corredores del hotel. En uno
de los cuartos del segundo
piso estaba dormido
un negro gigante
que al percatarse de su presencia
quiso alcanzar una pistola
que estaba sobre un nochero. El
Calavera, en una acción acrobática
le arrebató el arma y lo redujo
con un golpe certero en la cabeza. Lo ataron de pies y manos, y pese
a la enorme contextura y
kilaje de su cuerpo, lo llevaron
hasta el auto que estaba en el patio. En
el sillón de atrás solo
se oían quejidos guturales.
Se internaron por los cañaduzales hasta llegar
a la vera del río Cauca y en el
borde de un gran precipicio amarraron el cuerpo a un
árbol. El Calavera le habló
varias veces a su oído y solo
logró que el señor lo mirara con piedad y
angustia. “Estás cagao, no
marica” - le decía. Y volvía a
acercarle su pistola
en las sienes. En un momento de
lucidez, el negro que estaba
quebrantado por el miedo, le dijo: “Son los de la oficina, son los de la oficina”. El Calavera
lo desató del árbol, pero dejó
sus manos amarradas. Como estaba
zurumbático por el fuerte golpe,
hizo algunos movimientos
en zigzag y cayó al suelo
apoyado en sus rodillas casi al borde del abismo.
Él extendió su brazo, apuntó su
arma a la cabeza y un grito
de Libeth lo contuvo de
activar el gatillo. “Déjamelo a mí” –le dijo, con una frialdad
polar. Se acercó lo suficiente para no errar
los tiros y en un gesto de lucidez
extrema activó su arma y
descargó todo el proveedor sobre
la cabeza del negro. Éste se sacudió
dando convulsiones y pronto
cayó por el precipicio a las
aguas turbias del río.
De
vuelta, en El Cerrito, dejaron el auto donde lo habían encontrado, abrieron una fosa en un
extremo del gran patio y ahí sepultaron a la gorda.
Borraron todo indicio del suceso
y cuando iban
por su moto, Libeth lo
agarró del brazo, lo miró
fijamente a los ojos y le dio un beso profundo
en los labios. El Calavera no reaccionó
porque sabía que
ese beso era para Alex.
LIBETH
Hartos
días habían pasado desde la última vez que estuvo con el Calavera y
aunque la vida seguía
su curso normal, no dejaba de
pensar en el hombre
que había matado. Para ella
nada justificaba quitarle la vida
a nadie.
Subsumida en un limbo
moral más parecido a un insalvable laberinto, pensaba
que el mal se estaba
apoderando de ella y que aquellas enseñanzas hermosas
de su pastor en la iglesia ya no
tenían sentido. De hecho, no volvió a los cultos porque el peso
del pecado la había alejado
de Dios. Sin embargo, en un
arranque inusitado de
reflexión práctica, entendió
que la mejor manera
de hacer eficaz la justicia divina
era aniquilar el pecado de raíz.
Matar a un asesino, pero sobre todo al asesino
del amor de su vida, era
una acción justa; que hasta dios
sería capaz de entender y perdonar.
Entre esas cavilaciones andaba
su mente cuando
un alarido enorme la
abstrajo de aquel submundo. Era su abuela
que dando chillidos enormes y agudos, venía con la lora en la mano y brotando
sangre:
Ese
puto gato – decía la abuela.
Gato, hijueputa -
replicaba la moribunda lora.
Libeth la miró
de frente con el
ceño constreñido y sin
que su abuela terminara
de calmarse, le dijo: “ Abu, deja
esa lora grosera por ahí;
que ese animal es inmortal”. La
abuela la tiró sobre una
mesa y la lora prodigando
otras groserías conexas
armó tremenda alharaca. No
quisieron prestarle atención.
Volvieron a aparecer en su mente
los recuerdos de aquella
tarde en el río y, sin que
su abuela se percatara, cayó
de hinojos sobre un improvisado altar
y entró en llanto
incontenible. Lloraba porque el llanto desahoga, porque llorar
es el más claro pretexto
para entrar en el oscuro mundo
de la angustia. Llorar nos hace menos propensos a la locura
y es, muchas
veces, un templado
valle que nos aleja
del abismo de lo incierto. En
ese horizontal valle,
el alma de Libeth
levitaba; a veces liviana, a
veces pesada; y sin la fuerza de la
voluntad, que es la única
que nos permite alzar el vuelo hacia la superación verdadera, ella
había renunciado a su
propia salvación y
convencida de que el peso de su
conciencia permanecería allí por siempre, se
sometió al yugo
inquebrantable de la derrota. Ahora
andaba cabizbaja como cuando la sangre pesa en las venas
y la luz del sol estorba nuestra mirada.
Matar, mirar a
los ojos a la víctima, apretar el gatillo, sentir que
el proyectil surca los aires
para estrellarse en el cráneo,
ver los sesos explotar y el cuerpo caer
de bruces sobre un suelo
hiriente; pero, sobre todo, ignorar
la clemencia implorada, el miedo dibujado
en el rostro del otro y el dolor
que causa el fuego al
contacto con la piel. Pesadilla que
pesa a cada paso, en cada segundo. Ya es imposible despertar
y el horror de la muerte irá con uno para siempre y a todas partes.
Lo miraba
cuando cerraba sus ojos, lo miraba también con los ojos abiertos; y como
si eso
no le bastara a su
conciencia moral, las
convulsiones percibidas en el último momento las padecía
ella como propias. El esplash
del cuerpo al caer en el rio y estrellarse en el espejo de agua, era un sonido
estridente que constantemente laceraba
su carne. ¡Cuánto daría
ahora por no haber
disparado su arma, por haber abandonado la idea
de vengar su dolor profundo! Había entrado
en un submundo irreversible y oscuro, se había dejado llevar
por el instinto
depredador que alberga
cada espíritu humano;
y como en un viaje
sin regreso ahora estaba
en la ruta de su perdición. “Dios
– imploraba en su mente- sácame
y de este laberinto angustioso
en el que he caído, de
este fango asqueroso en
el que me hundo
inevitablemente. Haz que obre
en mí el
espíritu bueno y
déjame que espere con paciencia tu implacable justicia”. Y nada
ni nadie la
escuchaba; pues, iba en caída libre por
entre un tubo infinito que
seguramente la llevaría a su propio infierno. Todo estaba lleno de rostros y gestos que imploraban clemencia,
y todas las caras eran
del mismo hombre. La
perseguían como sombras, como voces, como murmullos y
como imágenes. No había
rincón donde el olor vermífugo
de la sangre no se
explayara, ni lugar
donde el recuerdo
de los sesos espolvoreados, como haciendo
explosión; la abandonaran. ¿Cómo huir del verdugo
acosador de su propia conciencia? Oraba
de rodillas, con los ojos
cerrados y ni un asomo de perdón,
ni de aliento que la sanara.
¿Acaso, la habían abandonado a su suerte
y dejado a la deriva frente
al juez implacable de su conciencia moral? ¿De dónde había nacido
ese atributo, propio de los seres humanos, de ser verdugos de sí
mismos cuando en un instante involuntario
nos aborda el instinto y nos
abandona la razón?
Libeth
ahora desfallecía en sus encarnaduras
y el frágil
espíritu que la soportaba se
desmoronaba en su interior. “Oh señor, lávame
del pecado, auxíliame en mi
abandono y no dejes
que el demonio se aposente en mí nuevamente.
Dame fuerzas para combatir
esta debilidad y aliméntame de tu
aliento para sobreponer
mi espíritu dolido”- volvía a implorar.
Tocó el hilo frágil de la locura e invadida de espasmos cada vez más frecuentes, fue entrando en un ensimismamiento sordo e impenetrable. Parecía divagar en otros mundos desconocidos y como nadie entendía el motivo de su postración, todos encontraron explicación en la ausencia de Alex.
No
se ha repuesto de la muerte de su
novio – decían algunos que
se atrevían a explicar su
lamentable estado.
¿Explicar o justificar? Qué lejos estaban
de la realidad del
motivo verdadero, y cuánto
aún más de la profundidad de su
trastorno.
De
pronto, en la vehemencia
de su abismal caída surge un ancla estabilizadora; la agarra
y la aquieta, la pone en el lugar
estático en el que ella se
siente segura. “calma – alcanza a
escuchar- calma” y no sabe si la voz viene de su interior o es un llamado ajeno. Una paz antes no experimentada se apodera
de su alma y se deja llevar sin oponer la más mínima resistencia. “calma, calma” -volvió
a escuchar. Se levantó de su
altar invadida por una energía
distinta como si la
vida volviera surgir
en su semblante y tal cual
ocurrió en el mito de la transfiguración, ahora era
altiva y arrasadora. Una nueva
belleza brilló en sus ojos
y la lozanía que parecía perdida floreció
como el jazmín en la huerta.
Se dirigió al
viejo cuarto donde hacia el amor con Alex, se
vistió con las más bellas prendas, se aderezó y
salió a la calle sin despedirse
ni dar explicaciones. La
abuela atinó a mirarla por la
ventana y sin que
ella volviera la mirada, levantó su mano
derecha e hizo una
cruz en el aire. “Dios te proteja” – refunfuñó.
El
día era cómplice. Libeth iba por las calles
abriendo brecha con la espada de su hermosura. Unos hombres
la veían con admiración porque ángeles
bellos sobre la tierra eran escasos,
otros desfallecían ante la perfección de su
redondas nalgas y no faltó
quien pensara que de
ser prostituta sería la más
cara. En todo caso,
iba como el viento
acarreando follaje y como
el huracán derruyendo
todo a su paso.
Ella sabía
que era hermosa y
aunque nunca había
explotado su condición, ahora
tenía la certeza de que
era una ventaja enorme;
pues el mundo
rinde homenaje a la
estética perfecta y a la silueta delineada
y curvilínea. En ella era
rebosante. Ojos bellos
y misteriosos, labios delgados
y rosados, boca
y sonrisa angelical, orejas
pequeñas, senos voluptuosos, vientre delgado,
muslos bien torneados, estatura
regular, cabello largo,
brazos delgados, manos delicadas; y el
andar que era
como de potra de paso fino.
En él había el vaivén de la elegancia
y la tonada del ritmo
regulado. Su música era suave
como su piel, siempre dispuesta a
la caricia coqueta e insinuante.
En ese riesgo abismal de la belleza, Alex sucumbió y pagó con su vida la osada idea de hacerla suya
Ahora sin Alex
en el mundo terrenal, con
casi veinte años cumplidos,
adornada de la belleza natural
que la invade causa envidias
y admiraciones. Con el pensamiento de que matar
era más fácil que hacer el amor;
tomó la
decisión de ser ella
misma y obedecer las pulsaciones de su más íntimos deseos. Entonces buscó
al Calavera y se valió
de estratagemas
insospechados para encontrarlo.
Recurrió al parche, a las
peligrosas calles donde
solía refugiarse, a las barras
donde acudía a beber
con sus jefes y hasta en los putiaderos donde
se sabía que compraba sexo. Pero, el Calavera es así:
desaparece hasta cuando le da la gana y vuelve. Cansada
de esa búsqueda, vuelve a
casa y la abuela
la espera despierta
hasta altas horas de la
noche. Ve que entra y se va
a su cama.
Al
otro día, no ha
terminado de amanecer y
tocan la puerta con estrépito.
Me
dicen que andás buscándome.
Es el
Calavera, que trae cara de
desastre. Libeth abre la puerta, lo invita a pasar y sin
quitarle los ojos de encima se
lanza sobre él y le abraza
efusivamente. Él no entiende
y con la timidez de un
hombre confundido le
responde el abrazo, pero no con tanta
efusividad.
Cala - le dice con tono cariñoso- quiero trabajar con vos. Estuve pensando que mi
vida tiene que ser como la tuya. No
aguanto más esta hipocresía, el mundo
se está pudriendo y vos y yo
tenemos que hacer algo.
Parcera
–responde- no se meta en este infierno. Usted es
bella y tiene el cheque en la mano pa´ que
lo cobre por el valor que quiera. No sea
pendeja.
No,
no. Vos,
no me has entendido. Yo quiero
ser sicaria.
La frase
sonó lacónica pero también imperativa y sin
decir una palabra la
tomó por los muslos desnudos y la miró con tristeza. Se levantó
de donde estaba sentado, caminó
hasta la puerta y al salir,
mirándola a los ojos como lo hacía para disparar
a la cabeza de su víctima, le
dijo: “ser sicario es el oficio más
hijueputa”, y se fue.
Libeth sintió
que su corazón palpitaba a mil y
aunque las palabras del Calavera
hacían aun eco sordo en sus
oídos, se aseguró de
defender su decisión
con terca abnegación.
Se dio las maneras para
llegar hasta la escuela
de sicarios y aunque
no estuvo mucho tiempo
allí, aprendió a disparar revolver, pistola, changón y metralleta.
Entre esas posibilidades
se volvió especialista
en pistola y prefirió
usarla siempre con silenciador.
Pasó poco tiempo
para que los jefes la
buscaran y le encargaran hacer
sus trabajos. Igual, había que probar
finura; y ella lo hizo
limpiando algunas calles cercanas a
su casa. Sabía
y conocía a los inservibles que
se aposentaban en los
parques aledaños a fumar vicio
o a robar, y por allí empezó. Se cuidó de no
dejar huella y
se aseguró de que sus
muertos estuvieran bien fríos
antes de irse. Así,
además de impactarlos
con un tiro en la frente, les
cortaba la aorta
en el cuello para que
se desangraran.
Cuando los días
pasaron, en los parques cerca a
su casa un ambiente de zozobra
se tornó constante. Los
recicladores y viciosos
desaparecieron de esos lugares
como por arte de magia y una
tensa tranquilidad se
empezó a respirar. Nadie
volvió a salir muy tarde de la noche y los
parques parecían sitios
habitados por fantasmas.
Los aderezos
y el maquillaje le venían perfecto. Al
salir, un terremoto
se apoderaba de las calles y en
los clubes y discotecas no había quien
se ahorrara comentarios sobre su belleza. Pero, ¿ella qué pensaba de sí
misma? No parecía alardear frente
a su espejo; por el contrario, se quedaba
estática por largos minutos
y con ojos inexpresivos parecía
enjuiciarse severamente.
Algunos gestos notorios
en sus cejas o en el
delicado mentón revelaban
la radicalidad de sus
sentencias. Más bien,
daba la sensación de
estar organizando todo un
desorden mental que llevaba
años constriñendo su
cerebro.
Esa
noche salió temprano
y al borde de la esquina
un carro elegante la
esperaba. Lo abordó y un hombre
negro de complexión austera le
ayudó con la puerta. Le gente la miraba, pero
a ella eso no le importaba. Llegaron
a un hotel en el que pronto un
señor elegante la recibió, la tomó por el codo y ejerciendo
una leve presión, la condujo al
ascensor. Llegaron al piso
13 y en un
pasillo enteramente vacío
empezaron a besarse con
desenfreno y pasión. Él puso sus
manos sobre sus senos
y los estrujó bruscamente, ella la
suya sobre el montón endurecido
en medio de sus piernas y un ruido estrepitoso
de aires y respiraciones
desbocadas irrumpió. Entraron al cuarto con las ropas rasgadas y sin dejar de
morderse los labios, con el
cuidado de no herirse. Entonces, los cuerpos
desnudos cayeron sobre la cama
y la lucha fue
voraz. Él estaba encima unas
veces, luego ella; y sin que tuvieran afán
se turnaron las caricias
y dejaron a sus
manos y sus labios el olor y el
sabor de sus encarnaduras. Toda el agua
del mundo no saciaría esa
sed ni calmaría esa furia. Cuando llegó el momento, se sintieron explorados por dentro y la suave sensación de
estar el uno en el otro; los calmó. Solo
entreabrían sus ojos y
se arrimaban sus rostros
levemente; hasta cuando el torbellino
se avecinaba y el huracán los invadía. Una fuerza poderosa empezó a irrigarlos y agarrados
con sus dientes solo de su labios, la fuerza se
tornó fría al punto de la congelación y un
suspiro que parecía más un grito callado; los desamarró. Tuvieron la
impresión de que morían y
resucitaban al instante y cuando
recuperaron su consciencia
se dieron cuenta que estaban
empapados por el sudor y el líquido
seminal que no alcanzó a entrar
en ella. No hubo palabras ni
gestos. De pronto, todo era calma, silencio, ausencia y como
ocurre siempre, él se levantó
primero y ella lo miró
entrar callado en la ducha. El ruido del agua
saliendo por la llave le recordó
que una vez más
su mente le había traído
la imagen de Alex sobre su cuerpo y que no
era el extraño
quien la poseía sino él,
desde quien sabe que dimensión.
Cobró el dinero por su hazaña
y se marchó sin decir nada.
El hombre
del carro
la esperaba y como
al principio, le ayudó con la
puerta y la devolvió a su
lugar.
La
noche era joven y en su
calle había algarabía.
Un montón de gente
estaba apelmazada enfrente de su rancho, con baldes y
mangueras tratando de apagar el fuego que
devoraba sin piedad las tablas y
la esterilla. No supo qué hacer ni qué
decir.
Una señora
gorda que estaba empijamada
como para un concurso de adefesios,
le informó que su
abuela fue llevada en una ambulancia hasta
el centro de salud y que una
lora que expectoraba
insultos había muerto
achicharrada por las llamas. Libeth
conservó la serenidad y se quedó para ver como
las llamas derrumbaban
todo. “Nada pudo ser
salvado”, le dijo la señora. La
frase sonó a sentencia
y aunque quiso pensar que
también se refería a ella, obvió
el sarcasmo y esquivó el juicio.
Al
llegar al Puesto de Salud,
una enfermera la
atendió amablemente y le
sugirió que esperara
sentada en el pasillo. Ella obedeció. Unos
minutos después, un doctor
calvo de avanzada edad, apareció por el fondo de un corredor
en penumbras. Su voz era
estéril como su mirada y aunque
vociferaba en vez de hablar,
logró entenderse que la
anciana acaba de morir. Libeth exhaló
profundamente y algo pasó dentro
de ella que nadie
pudo interpretar.
¿Qué debo
hacer ahora? -preguntó.
Las
instrucciones fueron claras
y en orden. El médico firmó un
formato que entregó
a la enfermera y con
seca entonación le dijo: “encárguese de
todo” y
mirando a Libeth, “era
lo mejor para ella”- refunfuñó.
Libeth siguió a la enfermera por el pasillo en penumbras
y tuvo la sensación de entrar en un laberinto.
El
Calavera vino a decirle que
estaba para ayudar. Trajo el
ataúd en carro fúnebre y se apersonó
de todo. La señora María vino
también con sus hijos y
ayudaron en lo que pudieron. Estuvieron
casi hasta el amanecer y
luego se marcharon.
El sepelio fue a
las tres de la tarde de ese
mismo día y aunque muchos
asistieron, al final Libeth quedó
sola. Tuvo ganas de llorar y no lloró.
A
los pocos días, vino a la
invasión solo con la intensión de confirmar la
dimensión de la
desgracia y al ver que de su
rancho solo habían cenizas,
le dijo a la señora gorda
de la otra noche que
hiciera con el lote
lo que quisiera. Salió
de allí sin un
resentimiento ni remordimiento y
ésta fue la última vez.
Los que la vieron marcharse pensaron
que en vez de corazón
tenía una piedra y nunca más
supieron de ella.
Oiga joven – dijo un viejo al Calavera- esa niña
es muy extraña.
Él no hizo caso y siguió su
camino.
Libeth volvió
a aparecer de la nada y
aunque las cosas no habían
cambiado, recordaría siempre
el llamado de su conciencia
moral. Aparentemente venía
tranquila por las calles, mostrando la rimbombancia
de sus nueva postura pero la voz estaba allí
como la sombra que la
acompaña siempre. La voz
era difusa y con extrañeza
se explayaba en su cuerpo como
cuando una descarga de corriente
eléctrica alcanza la piel.
Ella reacciona y en el impulso de su reacción alcanza
la lucidez de otros días.
“No debo dejarme
morir por esto”, piensa y con la
resolución con que había
disparado el arma contra
el cuerpo del asesino,
se levanta de su postración y asida a la fuerza
que la conmina, sale por
fin de su abstracción. El milagro
de la transformación se da en ella
de la misma manera que en
sentido inverso el mal había
actuado sobre sí. Pletórica, segura y
resuelta vuelve a brillar
en su propia luz y esa oscuridad que la opaca, lentamente se va
diluyendo.
Su
vida adquiere una textura nueva y
en la medida que los días
avanzaban hace que su existencia
tenga una intensidad distinta y avasallante. Cualquiera
pensaría que estas cosas
no pasan en realidad, que lo que
ocurre es mera
fantasía o que la
forma de ver el mundo
no es más
que relativismo rampante. Lo cierto es que
lejos de su
menoscabada presencia de antaño,
se encuentra ahora una delicada lozanía que
la hace ver
angelical. A la vida hay que
ponerle intensidad y coraje”, piensa;
y eso es
normal en ella.
Al
otro día, se levanta inmaculada y pletórica.
Piensa que habría podido
desarchivar la Libeth de esos días
en que con entusiasmo iba a las conferencias de su pastor
evangélico o a los cultos en los
que cantaba alabanzas a Dios, pensó
también en que los días
con Alex eran parte del pasado y aunque recordar
sus orgasmos le produce escalofríos en la piel;
no deja de
sentirse renovada e
impulsada a iniciar una nueva vida. Se viste
con el desparpajo de una jovencita normal:
minifalda bien pegada a sus caderas, un
top que le deja ver su hermoso vientre y
un descote que
tornea sus exuberantes
senos. Mirándose al espejo, se da
cuenta que es hermosa
como ninguna y que en
ello está la
real veta de su tesoro inexplorado.
La primera vez que va a la calle vestida así, lo hace para poner a prueba su vanidad
y la osadía de los hombres que deambulan por allí, en busca de
ángeles que como ella satisfagan
sus ímpetus hormonales.
La prueba
es exitosa y a pesar
de esperar con modestia que algunos la miraran, lo que logra
es detener el tráfico en la autopista
y desconcentrar a muchos que con ella se cruzan. En las mujeres
despierta la envidia normal, propia de su especie. Camina al
vaivén de la brisa fresca que
a esa hora baja por bocanadas
desde lo alto de los Farallones y
aunque no tiene prisa;
pues iba hacia ninguna parte; su
andar es moderadamente
ligero. Se da cuenta que
la miraban de todas maneras y
comprendió que todo entra por los ojos. Su apariencia coqueta
y descomplicada ahora
no es producto de una azarosa determinación sino
más bien la respuesta a unos requisitorios
impuestos por una sociedad
conminada por la valoración de las formas y
encantada con lo visual.
Ella es forma y para ser agradable
a la multitud, aceptada y valorada, se
esculpe sin miramientos ni
reservas. El “fondo se puede ir
al carajo”-piensa.
Deambulando
por el mundo de las formas, va sintiendo
los arañazos de la idolatría y con ellos no puede evitar pecar
de vanidosa y fútil.
“La meta es que me adoren y en
el peor de los acontecimientos, que me invoquen. Al fin y al cabo, ser hermosa es una condición para ser feliz”.
La reflexión
no era tardía
LA
MUERTE DE “EL CALAVERA”
¡Uy,
parce! Todos preguntan por el
Calavera. Lo están buscando como aguja
en un pajar. Dicen que
lo van a matar.
No. A ese man
nadie lo puede matar. Está
rezao.
Y
la tarde parecía como un paisaje dibujado, en el que las
pinceladas del estupor y el tedio se
delineaban dando una relevancia pragmática incontrovertible. Del
color rojizo de la tierra salía un
hilo de vapor casi
transparente que conjugaba perfecto con el cobrizo tenue de los ranchos en hilera sobre el
filo del peñasco.
Dos hombres
que venían cruzando por el centro de la cancha, manoteaban de manera
estrepitosa y otros que
estaban sentados al
extremo de ella les respondían con
los mismos ímpetus. Casi al instante
en que unos terminaban, los otros respondían
con un manantial de señas. Otra
no podía ser la razón sino la de que El
Calavera se acercaba al caserío por el
lado norte. Pero él, venía dando
pasos con la seguridad de siempre, envuelto en ese hálito
de respeto que todo
asesino infalible ganaba.
Un grupo de niños lo seguían a
cierta distancia y como
siempre ocurría, se sentía observado desde cada
rancho.
Ahora venía
vestido como el día en que enterró a Alex y no
traía la tristeza en su rostro
sino una leve sobra
de preocupación. Por la estatura que tenía y la
flacidez de su cuerpo, se
habría creído que su
origen no era caleño.
Se
dirigió por los
estrechos pasillos del
caserío y al llegar a la puerta del
rancho de su abuela, miró hacia
atrás esperando encontrar
a alguien; pero todo estaba solo.
Ni los
niños estaban ya. Se sentó
en la vieja silla mecedora de la sala y
casi muere del susto cuando
escuchó el grito de su vieja:
No
te sientes allí, hijo. No ves que en
esa se sienta la muerte
a esperarme.
Hizo
caso omiso de aquellas palabras
y se fue a su cuarto pensando que
ello era insensatez.
Recostado como estaba, parecía un cadáver
de largo aliento y sin cerrar bien lo ojos
no dejó de pensar
en su extraña vida. Recordó su infancia con el parche,
la sonrisa de Alex el día que mató al presidente, el beso de Libeth
en los labios y lo sola que quedaría su abuela si a él
le pasaba algo. Esa sensación de
vacío, de carencia; lo hizo
estremecer. Entonces desenfundó
su arma y la dejó
sobre la vieja
mesa al lado
de la tarima. Se sintió
atrapado por el sueño
y sin que
su voluntad se resistiera, se dejó llevar. En el fondo de algún desconocido
túnel se oía el
ruido de algunas tapas de olla
caer, la voz quebrada
de su abuela que refunfuñaba improperios y
el ruido de varios
disparos muy distantes. No supo si la sensación de un temblor en su rancho fue real o producto de
su viaje por el ensueño.
Lo despertó
el olor sangre fresca, al que estaba tan acostumbrado, y la
fragancia a mierda
que invadía su casa. El arma
estaba en la
mesa y aunque la vio no la tomó.
Dio algunos pasos en
dirección de la cocina y sobre
el piso encontró las ollas
y tapas revueltas, la sangre haciendo
una especie de riachuelo
hacia la puerta y a su
vieja abuela tirada
boca abajo, con las tripas
deshechas en su manos. Sus ojos
estaban fríos como el hielo
y su pobre cuerpo tieso
como un riel. Se desbordó
su alma y con él su
largo cuerpo. Cayó
como una pesada roca
sobre sus rodillas y desalojado de todas sus fuerzas, se abrazó con ella
en una escena de profundo dolor. La sensación
que tuvo en ese
momento, al tocar la piel
indefinible de ese cuerpo, le hizo entender lo poco
que valía la vida de las personas. Vino la revelación
en la que visualizó todas las
muertes por él causadas y no
pudo contener el vómito. Abrazado al cuerpo
de la abuela y sin la
claridad de siempre,
permaneció por unos minutos,
hasta cuando los niños
en la calle empezaron a gritar.
Eran gritos de
miedo, de angustia, de zozobra. El
calavera se desenganchó de su
dolor y siguiendo
el bramido infantil y lastimero,
se acercó hasta donde ellos
estaban. Tres hombres, los
que antes hacían
señas en la cancha,
estaban tirados en el
suelo acribillados por las balas,
que habían espolvoreado su
sesos. Unas señoras
negras y robustas estaban
arrodilladas junto a ellos
y sin poder llorar, gemían.
Levantaron los cuerpos
sin asistencia judicial y los
llevaron a un sitio común donde los
velaron en
grupo. Las cantaoras entonaron
las tonadas tristes
de otros funerales
y un pastor evangélico les ungió
bálsamos y aceite. El
Calavera estaba cerca
al cuerpo de su abuela
y con él Libeth, los
hermanos de Alex y un pelao
que le decían “el Chinga”. No
había asomo de
tristeza en los
ojos; pero sí una
ligera rabia que
brillaba como fuego.
Sabe
qué, Cala; a los que
hicieron esto los vamos
a quemar vivos, parce.
Y él
levantaba la mirada para
ver al interlocutor que
prodigaba la amenaza.
El Chinga tenía la manía
de que cuando
hablaba, su boca
se retorcía y las manos
hacían gestos desubicados
y pueriles. Era
tan asesino como él
y peligrosamente traicionero.
Tenía en su haber más de treinta asesinatos y su
fama no
era otra que la de dispararles en la boca.
Era amante de la tortura
y se sabía que a
las mujeres que lo traicionaban les
arrancaba los senos con su cuchillo. No era feo
de presencia, pero su alma era
oscura como la noche. A Libeth le agradaba
la cara de ángel
que tenía y los
muslos bien torneados que lo
sostenían. Con las niñas
era bien y entre
comentarios bajos y
socarrones, afirmaban que era buen amante.
Parcero,
lo dejo. Mañana nos vemos temprano
y ya le traigo datos de los
fallidos.
Se despidieron
sin decirse nada y
Libeth salió con él. Caminaban sin hablar
y aunque se veían
bien como pareja, la
conversación fue otra.
Ayúdame
a buscar
a los patrones de Alex – le dijo con acento imperativo.
Dejá eso quieto,
parcera, que el Alex está frío y
esos manes son tusas.
Vos solo dame los datos, que yo
hago el resto.
Sabe
que bella, yo los
consigo y te los doy. Pero no me vaya
a enrumbar, que vea…. ( hizo un
gesto con la mano en el aire; como cortando
caña con un machete) ¡Paila!....
Yo te entiendo, Chinga. Vos
sos tapia y yo mutis.
Cruzaron
la calle
y a los pocos metros se
separaron. Libeth de dio un
beso en los labios y él
siguió como si nada. Ella esperaba una
respuesta y él se la dio: “con
las mozas de mis parceros, cero” – le
dijo.
Las
palabras de Libeth hacían
eco en sus oídos y le
habrían taladrado el alma
si en la esquina no aparecen
los del grupo o parche como
le llamaban. Eran siete, vestidos con
los jeans rotos y colgados abajo de sus nalgas, las camisas
estampadas con calaveras, cadenas gruesas
de plata y pulseras de cuero
con triángulos metálicos incrustados. uno de ellos
llevaba una cajita musical
para memoria Usb que al
momento entonaba cantos de
rock pesado, era Kraken
y su banda. Se
saludaron como lo hacen los jóvenes
modernos; choque de manos, beso en la mejilla, y luego, tomaron la dirección que él llevaba. A tres cuadras se sentaron
sobre el andén, bajo el
fresco árbol de
carbonero y ahí
se fumaron sendos
cigarros de marihuana. El
Chinga le dio un pasón
doble y al
aspirar el humo, subió lento a
las nubes; en donde permaneció abstraído
y pasmado; poseído de un
aletargamiento parecido al
insimismamiento. En la extraña posesión de deleite, alcanzó
a murmurar algunas
cosas que Libeth le dijo y
sintió que su pantalón
se mojaba en la cremallera. La imaginó
desnuda y sobre su espectacular
cuerpo, él retozando sin otro
miramiento que el de su
goce pasional irrefrenable. Deambuló por sus senos
y cabalgó por su vientre con
la convicción de que
lo hacía con la mejor de
todas las niñas. Se deleitó transcribiendo sus gestos
de la lozanía de la
mueca y del silbido extraño
de su respiración agitada hasta
el terremoto arrollador
de sus glúteos golpeando
duro en sus testículos.
Al punto del clímax
experimentó otra sensación
sublime: la de estrujar los redondos senos con toda la fuerza de sus yemas
y mirar que en su
rostro no había sino
deleite y fascinación total. Alcanzó
a sentir sus
besos fríos y su
cuerpo enlodado en un sudor salino, que daba la
textura lisa de un
pescado acabado de sacar del agua. Un gemido expiró
desde la ultratumba de su
excitación. “Ay, amor que
delicia” y la voz pareció pronunciada con el último aire
entrecortado de sus pulmones.
Finalmente, cayó con fuerza
sobre su vientre y su pecho y
un reguero de
líquidos babosos se explayó entre sus muslos. Las palabras
cayeron en el vacío, y el
silencio y la quietud
emergieron entre la desnudez ya
desahitada de su pasión.
Cuando salió
de su abstracción, El Chinga pudo mirar
que sus compañeros todavía
no abandonaban el submundo
a donde habían caído y tuvo que
esperar mientras una canción
de Fito Páez sacudía el
débil bafle que
yacía abandonado.
Pensó en Libeth
y no dejó
de detenerse en sus
admirables glúteos, la curva perfecta
de su delgada cintura y la
suavidad con que sus labios
producían los besos. Rozó
su índice en su boca y palpó
la dulce sensación que ella había dejado,
escrutó el rastro de su beso y un escalofrío
mortuorio le recorrió la
espalda. El terremoto
emocional concluyó cuando
una patrulla de la policía paró
en frente suyo.
Haber
pelaos, piernas abiertas y
brazos arriba.
Ellos
obedecieron y tras una
lánguida requisa y haber vaciado
el dinero de sus bolsillos, se marcharon
sonriendo en dirección contraria a la que habían llegado.
Policías maricas – dijo uno de
ellos. No son sino unas ratas,
malparidos.
Recogieron la
cajita musical, deshicieron
las colillas de sus cachos
y volvieron por donde llegaron.
Si ves al
Calavera, decíle que lo
estoy buscando –expresó el último
de ellos. Era un jovencito
flaco, de brazo largos, plexo
cuadrado, cabello crespo y cara
redonda; que caminaba
a la sazón de una
garza.
Y
vos, pa’ qué buscas a ese man -
respondió el Chinga.
Asuntos míos y
de él – concluyó.
Con
el tono como lo dijo no había
asomo de anormalidad, pero al Chinga
le pareció raro que
alguien del porte
y la inexperiencia de “El Porche”
tuviera asuntos de los
que no era permitido hablar. Le
llamaban El Porche
porque siempre decía que
con el trabajo
más grande que hiciera, lo primero
que compraría sería un “Porche
negro, dos puertas y con un
motor de los mil demonios”. “Me levantaría las nenas” –
agregaba. El “me levantaría” sonaba
a exclamación profunda e imperativa.
El grupo
se diseminó antes de llegar
a la cancha polvorienta de la
invasión y el Chinga fue
en busca de refugio
seguro. Su rancho
quedaba a cincuenta metros
del que fuera de Libeth
y ahí vivía
con su madre enferma
de vejez prematura y una hermana
de diecinueve que
se dedicaba a la prostitución y al
expendio de bazuco
en los semáforos del Centro. Su vida era normal
y aunque no
desayunaba tostada con
agua de panela, ni había
comido rondallas, su
aspecto era de
muerto de hambre. En la
soledad de su cama- catre
pensó sin afanes que
un día tendría
una casa como la que Alex le dejó
a su madre y que
andaría en un
auto lujoso como los de las películas. Y fue más
allá de sus pensamientos, se
atrevió a soñar que llevaría su
madre a un tratamiento en Estados
Unidos, para que la curaran de su
enfermedad. Nada habría
que no pudiera hacer
una vez probara
finura con el trabajo
que le habían encargado: matar
a jefe de
escoltas del Capo del Clan
de los de Buenaventura. Ese
trabajo le daría para dos cosas y la
otra esperaría algún
tiempo; pero, lo lograría.
Están buscando
al Calavera para matarlo - le
dijo su madre, desde la cocina.
A
ese man no lo matan. –respondió.
Lo digo para que
no ande con él. No
quiero enterrarlo tan joven,
mijo.
Sabe qué, cucha.
El Calavera está rezao.
Las
balas no respetan eso. Mire
el Alex. Un pelao que
producía miedo con
verlo, que se atrevió
a matar un presidente y …. Y
todo pa’ qué. Pa’ que sus
mismos jefes lo manden a matar con quien
menos pensaba.
El Alex
se confió cucha. El Calavera es una liebre que
no confía en nadie. Por
eso anda solo. No confía ni en
su sombra.
La
conversación habría seguido, pero la
señora cruzó la puerta y
se marchó. “Yo solo le digo que no ande
con él”. – culminó.
Él semicerró los ojos y por los
espacios que quedaban
entre las esterillas
de su rancho, vio a su
madre cruzar la
cancha, que a esa hora
estaba desierta. Caminaba como una
anciana octogenaria, a pesar de que
tenía solo treinta y seis.
Al fondo, en la
calle que lleva a la
utopista, una patrulla
de la policía va con
la sirena encendida
y un montón
de gente corre detrás. “Otro muerto”- piensa y decide ignorarlo. A los pocos
minutos, la gente corre
despavorida por la cancha y
un mundial de
voces se confunden ,la
algarabía es absoluta
y varios disparos
suenan. Muchos alcanzan a
internarse entre los
ranchos y otros a
darle vuelta sobre la
periferia del lugar.
Todos están jadeantes y con
los rostros lívidos
de miedo.
Chinga, Chinga; abra
esa puta puerta que
nos matan.
Él abre
con parsimonia, primero percatándose
de quienes son: eran los
del grupo.
¿Qué
pasa, pendejos?
El Calavera y la tomba se están dando bala. Ese man
mató a dos y se les
escapó.
¡Puta mierda!....ahora llegan
todos esos malparidos a
jodernos.
La expresión
jodernos tenía una
entonación de angustiosa rabia y seca desesperación.
Entonces,
llegó su
madre como si nada
hubiese pasado. Abrió la puerta
y aunque en
ellos radiaba la confusión dijo: “ese Calavera es el mismo diablo”.
Todos quedaron
en silencio.
A renglón
seguido apareció Libeth
que venía en
short y una
camisilla transparente. No estaba
maquillada ni peinada y
aun así se veía
hermosa y radiante.
¿Alguno
de Ustedes ha visto al Calavera?
No -contestaron
en coro.
Yo
sí - dijo la anciana.
Y
todos la miraron, esperando que continuara.
¿Dónde?
– preguntó Libeth.
Él,
cuando mata o se siente perseguido se
esconde en esa
mazmorra que construyeron
los sicarios para descuartizar
los cuerpos de los
indigentes. Esa que
está en la madreselva cerca
al farillón del río.
De
los del grupo, sólo Libeth
lo conocía porque allá hizo sus ejercicios para perfeccionar el degüello en
sus víctimas. Ensayó en
varios cuerpos muertos
que sus amigos
le llevaban.
Voy
- dijo,
y se marchó.
Los
otros se quedaron perplejos.
Uno, porque jamás
habrían creído que
cerca de ese lugar
hubiese un sitio
dantesco como el que
acaba de mencionar. Dos, porque ¿cómo
sabía la madre
del Chinga de la existencia de ese lugar?
y, finalmente, ¿cómo es que
siendo sicarios de la misma escuela de Libeth y Alex, no lo sabían? Tarea para resolver. Y
la resolvieron.
El lugar
había sido estratégicamente creado para
practicar las distintas formas
de desaparición de
cadáveres y ejercitar las
distintas huellas digitales
de los asesinatos
de cada sicario. Era en
los cuerpos de
los indigentes en
donde perfeccionaban pruebas
de tortura, improntas
especificas o definían
el sitio concreto
donde pegarle el tiro
a la víctima. Estudiaban
la estatura tanto
del occiso como la
propia y determinaban
el ángulo de disparo
y la distancia
que les garantizara un final
perfecto. En cuanto
a cómo ella sabía de
su existencia, luego
de los asesinatos los
sicarios llevaban a sus amantes
a ese lugar
para tener sexo
hasta quedar exhaustos.
Ella había sido
amante de varios de ellos, incluyendo al Calavera. Y, finalmente, allí solo
iban quienes habían
alcanzado cierto nivel
de fama por su
condición de “Ser sanguinario”. En todo
caso, el sitio
era tan oculto
que pocos conocían cómo
llegar. Entre ellos, era
considerado un secreto
inviolable; quien lo develara, pagaba con su vida.
Varias patrullas
y grandes camiones
con soldados del Ejército
nacional llegaron por esos días
en que el Calavera masacró a
los policías. Lo buscaron
por todas partes y no lo encontraron.
Pronto dejaron de hacerlo
y la normalidad retornó con su
cara imperturbable. Los
niños descalzos jugaban
en la cancha polvorienta, las señoras
charlaban en los pasillos estrechos,
varios hombres negros
jugaban parqués en una esquina
y un grupo de
jóvenes soplaban marihuana
debajo de la Ceiba, en el otro
extremo de la cancha. Libeth salía
muy temprano todos
los días, siempre con un hombre
diferente, y volvía cuando
la noche era
madura ya.
Una tarde, cuando los del Grupo estaban
amparados a la sombra
del Carbonero, fumando bazuco
y metiendo pepas, vino
la misma patrulla
de la policía; pero no
los requisó. Llamaron
aparte al Chinga
y el Porche, y luego
de cruzar algunas palabras se
marcharon.
A nadie
le pareció previsible el
acto y todo quedó pronto en el olvido. Sin embargo,
ellos siguieron balbuciendo
palabrejas y hablando en clave.
Los otros no le
dieron importancia y la vida siguió
su camino.
Ahora Libeth
cruzaba los espesos
matorrales que ocultaban la mazmorra y
jadeante por los esfuerzos
que hacía para zafarse de las yerbas, llamaba
con tono muy suave
al calavera: “Cala…. Cala… ¿dónde estás?”
Y de
la espesura de un
montecillo de casi
tres metros emergió
una voz ronca como hecha a la fuerza. “por acá, parcera”. Y
entró en lo inhóspito. Dos garzas
bancas alzaron el vuelo
y un chillido de pájaros se
escuchó. Ya en la madriguera, Libeth y el Calavera
se encontraron solos. En él,
los ojos
brillaban como soles y
en ella las manos temblaban
sin control. La besó en la frente
y en las mejillas y
sin encontrar en ella
resistencia la abrazó
poderosamente. Empezó a llorar.
Entonces, recordó a Alex y
sus lloriqueos inconsolables
después de matar, los
largos ratos de
sexo que tenía
con él para
apaciguar su angustia y
sin más miramientos
se desnudó en
su cara y se
entregó entera a él. La
lucha cuerpo a cuerpo
fue voraz y despiadada,
se habrían aniquilado si el
orgasmo de ambos no
hubiera aflorado en un
quejido de él y en
un grito de ella. Luego fue
solo silencio.
Él salió
por un lado y ella por
otro como si fuesen
dos extraños. Ya
en al límite
de la madreselva que
separaba el caserío
de la calle, el Chinga y el Porche
los esperaban sin
quitarles las iradas
de encima. El Calavera los saludó
con un gesto y Libeth
se detuvo a
hablar con ellos.
Cuídese
parce, las liebres lo
están buscando - le
dijo el Porche.
Él siguió
sin mirar atrás
y su única
reacción fue mover
sus hombros. Libeth
lo siguió con la mirada
hasta cuando se
perdió en la distancia.
Una camioneta
de la policía los
abordó y ellos subieron en ella,
pero tuvieron cuidado de no
ser vistos. La patrulla arrancó
despacio y se perdió en la
infinitud de la autopista.
El Calavera
debe morir – dijo el comandante que iba sentado
a la derecha del conductor- y la
única manera es que Ustedes lo hagan.
Son los únicos que
pueden estar cerca de él y
les será más
fácil.
Y a cambio
¿de qué? – preguntó Libeth.
Cobran la
recompensa de cincuenta
millones y yo me encargo
que todos su antecedentes
delictivos sean borrados. A cada uno
le entregamos su
apartamento amoblado en el sur de la ciudad y
una cuenta con
veinte millones más.
El
policía los observaba con
seguridad y sin
distraer sus miradas.
Jovencitos,
Ustedes definen cuándo
y cómo.
Los tres
se miraron al unísono y un gesto
de aprobación los volvió
cómplices delante del
comandante. Éste sonrío con
picardía y moviendo
su cabeza, en señal
de complacencia, miró detenidamente el
rostro del conductor.
Si ve
mi Capitán – dijo- estos
muchachos son valientes
e inteligentes.
El Capitán
paró la camioneta y
mirando hacia ellos dijo: “ sí mi
Teniente, son muy valientes”.
Cuando bajaron
de la patrulla estaban en el
viejo Carbonero, al lado
de la autopista. Los
policías les entregaron
un fajo mediano de billetes
y varias dosis
de bazuco y marihuana. Sin decir
nada se marcharon y
ellos se quedaron
para compartir y
disfrutar del regalo.
Por lo alto
de Los Farallones una nube
negra presagiaba una
noche de lluvia. Libeth tomó
su cigarro de marihuana, el Porche uno de bazuco
y el Chinga contaba el
billete. Los tres eran
felices a radiar.
El
humo abundante que
impregnaba con su fuerte olor
el espacio al rededor, los
hacia desaparecer por
momentos. El Chinga
estaba, entonces, arrimado al cuerpo
grueso del carbonero, Libeth sentada
sobre una roca
que la naturaleza había puesto
allí y el Porche
encima sobre una
rama que se
extendía por unos
metros en perpendicular a ellos.
Desde allá soltó el
fajo de billetes y
gritaba: “lluvia, lluvia hijue puta”. En
el sonambulismo de
su elevación, sus
compañeros sonreían y
clamaban también. “lluvia,
lluvia”, mientras alzaban
sus brazos en dirección de donde
él estaba.
La escena
patética contrastaba con
la tarde triste
con que se vestía la ciudad.
Varios cúmulos de
nubes grises y
negras iban desfilando
por el lado
oeste, tan lentas
y espesas que
la noche parecía apresurarse.
Sobre los Farallones
varías luces en
ráfaga que provenían de los rayos
terminaban en ruidos
espantosos y profundos. Entonces los
edificios empezaron a desaparecer detrás de la niebla
y los carros pasaban en
desbandada huyendo del
temporal.
Los tres
seguían aferrados al carbonero
y aunque sus
trabas eran menos
notorias, la sensación
de levitación no los había
abandonado. Ahora tenía el
dinero en sus manos y El Chinga y
el Porche, se daban el último
toque. Pronto empezó
a llover y
caminaron despacio en
dirección de sus
ranchos.
Al doblar
la esquina desde
donde se ve la
cancha polvorienta; a esa
hora apenas remojada
por las primeras
briznas; vieron que El Calavera
toma la ruta hacia
el sur. Al principio lo siguieron
con la mirada; pero, luego se fueron
detrás. El viento arreció
con fuerza y
la lluvia a cantaros
empezó a caer. Buscando
amparo se refugió
en el parasol de una casuca,
casi debajo de unas
gradas metálicas y
ellos se percataron a pesar
de la vehemencia con que
eran sacudidos por la tormenta.
Al llegar
frente a él, Libeth desenfundó
su arma y
la puso en su
cara:
¿Qué va a
hacer, parcera? – preguntó el Calavera.
El
primer disparo fue
ensordecido por la lluvia y le
voló los sesos a
varios centímetros de allí. Él
se desplomó y en
la eternidad de su caída
escuchó más disparos, vio
como los otros dos
compañeros descargaban todo
el proveedor de las pistolas en su pecho y, en la rareza
de la vida, no pudo reaccionar.
No sintió nada. Pero
sí recordó el rostro
de Alex el día
que lo mataron y la
cara lívida de su abuela tirada
en la cocina
con las tripas en sus manos. Lo
último que sintió fue
el filo del cuchillo de Libeth
corriendo suave por
su cuello y la sangre
chorrear por su pecho.
Entonces entró en la
profunda oscuridad y
cayó de bruces
sobre el frio
suelo empapado.
Gratitud para mis compañeros de camino
Me abrazó la muerte con sus brazos de niebla, me besó con sus labios de hielo y oscuridad y me robó unos instantes de esos fragmentos volátiles que son la vida.
Viví el frio de la gris orilla y el mar de lo profundo e insondable.
La vi con mi piel ; tocándome con su suavidad invisible y regando sobre mí su fragancia de flores níveas.
Era yo un cuerpo largo y tendido, azas maltrecho por los decires del tiempo; tan abandonado de fuerzas, que era no más que un montón de materia desechable. Entonces pensé que 54 años no eran suficientes para entender la vida y menos para vivirla.
La vida
estaba fuera del
cuerpo atormentado y
fluía incandescente, con vigor
irrenunciable... frágil era; y a
punto de extinguirse
la llama; la
fuerza del amor
la levantó incólume y
resuelta. La vida no era una
experiencia física sino
espiritual; no se suspende
del deleite del
cuerpo sino del
fragor de la trascendencia.
Entendí esa
paz y ese silencio, y dejé que
los átomos del
amor de todos fluyeran y
alimentaran la flama imperceptible
de mis días eternos. Así, sentí los remolinos
de los afectos
y la vida de
súbito se fortaleció. Ahora, por los
intersticios que emana lo vital, hay cascadas
de gratitud y
horizontes de sonrisas;
sonrisas que espero
compartir con Dios al
final del encuentro.
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