PUBLICACIÓN DE DOCENTES

 

Edgar Arturo Ortíz Ortíz



Nace  en San José  de Albán,  Nariño,   el  16  de julio  de  1967,  en el  seno  de  una  familia  campesina  de  la  vereda Betania.   Transcurre  su  niñez  y  juventud   en  el  ambiente  tranquilo  de  la  finca   de  sus  abuelos,  donde   aprende   los  oficios  de  labriego.  Pronto  se  vá  a  la  ciudad  de  Pasto  en   donde   estudia Filosofía  y Letras  en  la  Universidad  de Nariño (1991). Amante  de  la  carrera  política,  es  elegido  Concejal de  su  pueblo (1990) y posteriormente  se hace  candidato   a  la  alcaldía(1992);   donde  sale  derrotado.

Viaja  a Cali,  donde  funda  el INSTITUTO  TÉCNICO  INDUSTRIAL  DE  OCCIDENTE  y  cursa  La  Maestria en  Filosofía  en  la  Universidad  del  Valle (2009-2011),  presentando   la Tesis ” El  problema  de la  ciudadanía en  la  teoría  política  de Rousseau”  como  trabajo  de  investigación.   Al  interior  de  la  universidad  es  integrante  del  grupo  de investigación  Praxis.

 Siguiendo   su  pasión   política,  se  hace  elegir  Edil  o Comunero  en al  año  2004,  habiendo  sido  antes  candidato  al Concejo  de la  ciudad   en  1998.

 Fue  miembro  de  la JUME  de  Cali  como  delegado  de la  ASOCOMCALI   y  secretario  de dicha  asociación (2004) . Es  invitado  al acto  de  entrega   de LAS  AVES DEL  RIO  del  maestro  Omar  Rayo,  el  6  de  Diciembre  de 1996.

Deja  de  lado  su  pasión  política  y  se  dedica  a  la  labor  docente   en  varios  colegios  públicos  de Cali.

Es  padre  de  3  hijos.  Ha  escrito una  variada  selección de cuentos,  entre   los  que  se  destaca “El  bus  NV9607”   publicado  en  la  Revista Reto en  el  año”  de  1990,  una  novela  corta: “Alex  y  el Calavera”, además  de  poesía y  algunos  ensayos   filosóficos Es  autor  y  compositor  del  Himno  de  la Institución  Educativa   La  Esperanza  de  la  ciudad  de Cali.

                       

ALEX Y EL CALAVERA



Por: Edgar Arturo Ortíz Ortíz

Alex  vive con su  madre y ocho hermanos   en un rancho de cartón y plástico en  la  esquina recóndita  de una invasión. Son  desplazados   que  no  encontraron otro lugar  peor  en el mundo para  refugiarse. Sueña  con tener un televisor plasma  de   cuarenta pulgadas, andar  en una  moto RX115  y estudiar  acelerado  en  el colegio  de la Santísima  Fe.  El pobre  no  sabe  para  qué sirve  la vida.

Su mamá siempre  le reprocha  que  está en la esquina   con el parche  de El Calavera; porque  sabe  de sus andanzas. “Mijo, no se  junte con ese fulano, que ese  muchacho es malo” – le dice.  Pero,  a él  solo le importa  las  historias  bacanas que les cuenta, las niñas  hermosas que lleva en su Honda 500 a pasear a Pance, los  entuques  sabrosos  que con  ellas tiene, los rumbonones  que arma los fines de semana con su parche, las trabas  que se da con cocaína  y  éxtasis, y  de las  armas que sus jefes  les prestan  para  hacer las vueltas   . 

Alex  siente curiosidad  y  no   pierde   oportunidad para  arremolinarse  en  el  centro  de tales  reuniones. El  Calavera  sólo lo mira  con  ese  aire despectivo  con que  mira a todos.  Sin embargo, algo  hay  en aquel  niño  que  no  deja de intrigarlo.

Todos los días  es lo mismo: levantarse  a las once de la mañana,  desayunar  agua  de panela con tostada,  almorzar caldo  de vísceras,  aguantarse la  cantaleta de mamá al  empezar la tarde, limpiar los mocos a  sus hermanitos, jugar  el picadito  de microfútbol  en la polvareda de la invasión y luego,  poncharse en la  esquina  con El  Calavera y su parche, hasta las tres de la mañana.

A pesar de todo, la  vida   es maravillosa  y  aunque la pobreza los carcome como  la intemperie  al hierro  abandonado, habita   en ellos una cierta felicidad  que nada perturba. Hasta que una tarde, Rubén,  el  amante de su mamá,  lo  agarra fuerte  de sus brazos, lo sacude  como  a un vulgar  montón de papas  y  lo amarra con  cadenas  a la gruesa   guadua que sostiene sus rancho. Le dice: “De aquí  no salís más, malparido” y le  asesta un puño  en la cara.

Él queda conturbado y su inocente alma de doce años no sabe qué hacer. Siente que la sangre  se  calienta, que su respiración  va a  explotar   y que su frágil  carita,  enlagunada  de lágrimas,  se enciende  de ira. Pasan por su mente miles  de cosas, de la manera más veloz:  la imagen de su padre  acribillado en el piso por las balas  de la guerrilla, la cara de su mamá  ennegrecida por los golpes de su amante, sus ocho  hermanitos  llorando a gritos porque tienen hambre, el Calavera  entucando  con  una rubia  noventa sesenta noventa, el parche fumando  marihuana y él,  a  mil,  en la Honda 500. Hasta  se le ocurrió, en el abismo  de su postración,  que tener un arma de fuego  sería  genial. 

Condenado por su verdugo a la humillación  que le producía  su inutilidad, no hacía más que  chasquear  los dientes  y mirar  de soslayo, con unos ojos   brillantes y profundos,  al  borracho  vulgar  que lo vigilaba.  Tres días  que  parecieron años  fueron  los que  así  se mantuvo. Pero,  no fue  la  fragilidad  del verdugo  la que lo  desató   ni menos aún su consciencia;  pudo  esta vez  transar  la voluntad del macho,  el  motor inmóvil  que su madre  albergaba  entre sus gruesas piernas.  En  ese  abismo ensombrecido  que abre  la  entrada  al paraíso  o al infierno, dependiendo  de lo que allí  se busque,  cayó  Rubén  y  entre  los jadeos  de sus avanzados años y los  estrujones  de un orgasmo retraído, ella le  dijo en sílabas revolcadas: “ suelte ya al niño”  y él  lo soltó.  La  bestia  ya domada con el látigo  de la seducción, ahora  desfoga su intensa ira con ella y la  golpea  varias veces  hasta  que él y no ella,  renuncia  a la barbarie  que acomete. Los niños  lloran y Alex  sale  despavorido  sin otro  rumbo que el de su cotidiano acontecer. Ella, María, tirada en el piso  con el valor  quebrado por la golpiza y su dignidad   despedazada, trata  de  sobreponerse  y al   lograr pararse, pero sostenida sobre la mesa,  vomita su odio y repugnancia. ¿No hay otra opción, acaso,  para quien  en la vida  se ve obligada a la  perversa sumisión,  por   las circunstancias que  sea,  o para quien lleva el inri de la desventura y la tragedia? Ahora  los niños  se callan y la abrazan  y Rubén  rueda en el piso  de lo borracho que está. Allí duerme como el oso  que  ha llenado su panza  luego de brutal cacería.

La vida  de María  y  sus  niños  depende  de él,  y  sus hambres  como  sus  sedes  también  se diluyen   en sus oasis.  Así,  éstos  que   huyendo  de la barbarie  de sus campos   cayeron  en los lodazales de la miseria,  no tienen  otra opción. Ella, la de someterse  a los delirios y vejámenes  de él,   y ellos,  solo  espectadores silenciosos al filo  del abismo  de la incertidumbre.

El rancho  era una especie de palacio imaginario en el que  sus huéspedes  podían huirle a las noches frías  y  proveerse del calor que ahuyentaba  sus hambres  voraces.  A pesar de todo, ahí  se sentían protegidos.

Alex va corriendo  sin  cesar  por entre las personas  que empiezan a retornar  esa tarde  y, con el impulso  mecánico aprendido   en sus dos últimos años,  se dirige  a la esquina  donde  está el Calavera con su parche.

¿Qué pasa pinta? – le dice. ¿Lo viene siguiendo el diablo o qué?

Él  se queda  callado,  pero lo mira  a los ojos con  profunda  angustia. Entonces rompe en llanto.

Cuénteme,  parce –lo exhortó.

Su excitación no lo deja hablar. El Calavera lo toma por el brazo y lo hala  dos metros de donde está:

 “¿Tu padrastro   se metió  con la cucha  otra vez?- pregunta. 

Alex  levanta  la mirada  para alcanzar la altura del rostro de su interlocutor  y asiente  con la cabeza. Él  lo estruja  como quien  siente el dolor  ajeno  y  con sus gestos  lo conmina  a reposarse.  Ambos  se unen al grupo  de  amigos   y todos  lo reciben con  sus  miradas de aprecio. Él  sonríe.

Al otro día, la invasión  se  levanta  alborozada. Las mujeres corren en  diferentes direcciones, haciendo  ademanes  para llamar la  atención  de los hombres  que están al borde de sus ranchos. Los invitan para que se acerquen a la parte sur  de la cancha, en donde  está  tirado  el cuerpo de Rubén, que yace frio como el hielo y  blanco  como la nieve. Tres  tiros  le han perforado  la cabeza  y los  sesos  están  desperdigados  a su  alrededor. En los rostros  de  algunos hay estupor.

Empiezan a especular  sobre su  muerte y las hipótesis son variadas.  Algunos  dicen atraco, otros  venganza,  limpieza social  y  no  faltó quien  dijera que “a un perro  de esa  calaña lo mataron  como  se lo merecía”.

Cuando  María  viene  a verlo, siente que una bendición de Dios la ha liberado por fin de su infierno. No hay dolor en su rostro  y cualquiera  que  la conozca  diría  que  de ella  se ha apoderado una extraña tranquilidad.  Hace  las veces  de doliente como corresponde  y tomando la iniciativa que le es propia  se hace a un  teléfono  celular para llamar a  la policía. Estos  llegan  después de tres horas  y los de la fiscalía más tarde. Hacen el levantamiento del cuerpo y las personas  empiezan a diluirse como si de una gran masa se desprendieran  centenares de átomos   en todas las direcciones.

Al  medio día,  María tiene  la certeza de que la muerte de su amante  es  el inicio  de una nueva vida, la  asalta el convencimiento de que un   hombre  menos en la tierra y  en su cama es una buena  señal para un  nuevo amanecer.  Se baña como en un  ritual de limpieza áurica, se  perfuma con  finas  fragancias, se viste con sus  mejores prendas  y  se adereza elegantemente. Alex y sus  ocho  hermanos  la  miran  con  expectación y asombro.  Su madre   no solo  es  hermosa  sino la más bella  de las  mujeres con nueve hijos paridos;  en ella  radia la  luz  del campo cuando  en la montaña   asoma el sol, emana la frescura  del aire puro  del ozono recóndito y fluyen  los hálitos  de las hormonas  desenfrenadas e insaciables. Los ojos miel, sus labios rosados y perfectos, la cabellera  ensortijada y  negra, sus curvas torneadas  y los  exuberantes pechos; la hacen ver diferente;  de una  belleza  exquisita y admirable.

Aunque  de Rubén  no se sabe  mucho, resultaba  ser  un borracho  sin  remedio. En la prensa  amarillista  apareció   un artículo  de  página completa  sobre su vida y sus logros. Fue un abogado prestigioso que  se perdió  en el submundo  de la droga, concejal, diputado; durante varios periodos  y,  en su última incursión pública,  alcalde encargado.  Despilfarró su fortuna,   ferió  su prestigio  a cambio  de los encantos  mundanos  de la calle: droga, sexo con mujeres fáciles, alcohol y ocio ilimitado. ¿Qué pudo haber encontrado en ello, si nada  parece  estar por encima  de la riqueza, la posición social  y la moral colectiva? Pero,  esto a María  le  es indiferente.

 Al  atardecer,   todos van hacia el  cementerio  y  salvo un  desconocido, que  seguramente lo identificaba, nadie lo lloró.

A Alex   también le parece un mundo nuevo, un aire  fresco  lo  contagia  y  sabe  muy   dentro  de sí que el Calavera lo mató, pero   no dice nada.

La vida  fue entonces la misma: levantarse a las once de la mañana, agua  de panela con rondalla al  desayuno, al  almuerzo sopa de vísceras, lavarle la cara y el culo a los hermanitos, limpiarle los mocos. Mamá  sale a trabajar a las  siete de la noche. Se aplaza el picadito  para las  diez y con el parche  hasta  las cuatro de la mañana. Ahora fuma  marihuana, se  hizo tatuajes en los brazos, se peina  extravagante,  se coloca pircis en la  nariz, las orejas  y la lengua; aprendió a manejar  moto y  lleva  una  pistola  nueve milímetros que le regaló  el Calavera.

Anda la calle y conoce sus leyes;  las mismas que todos los días le nombra el Calavera: “sabe qué parce – le dice-  acá solo sobreviven los hombres”. Él  lo mira  y le dice que le enseñe a disparar  su arma.

Sabe qué pelao – le responde- si le enseño a disparar, tiene  que aprender a matar.

Entonces  lo lleva a la  escuela de sicarios dónde él  está la mayor parte del día. Le  muestra los macabros  videos de asesinatos a sangre fría, le enseña a degollar  gatos  vivos, a puñalear perros que recogen de las calles y a depredarlos  con sus manos y dientes.  En los mal altos  grados  de la  escuela,  degüellan  hombre y  mujeres  indigentes  o cadáveres que  compran de  fetos  abortados  o niños  recién   muertos. Siente miedo al principio y vomita, pero  pronto  la sangre  y la  sevicia  hacen que aumente su fascinación  y  cada puñalada que profiere a sus  víctimas   es una pequeña gran  victoria, un pequeño  gran trofeo.

Vos  serás un  matón temido –le dice  el Calavera.

De vuelta a casa piensa en esas palabras y sonríe con malicia. Recuerda también sus consejos: “no te olvidés pinta, míralo a los ojos y cuando pestañeé soltale  el gatillo. Solo así le volarás la cabeza”.

A estas alturas, ya tiene la sangre fría  de los asesinos; y, a costa  de  entrenamiento disciplinado  se ha impregnado  de una cierta maldad en sus ojos   que asusta mirarlo.

Libeth, su novia, no ve en él  eso que todos dicen, será  porque  es la única que  sabe leer su corazón. Él  es otro cuando  ella aparece; es  joven juguetón  queriendo ser grande, tan  grande  que nadie  se lo reproche.  La besa cada vez  que ella pone sus  labios cerca de su cara, le  acaricia  el cabello largo  y  no  puede disimular  que   se siente  orgulloso  de tener la niña más bella de la invasión.  Ella  no es como las amigas del Calavera;  es recatada, seria,  se viste con  sencillez y elegancia, no se maquilla y, a pesar  de tantas insuficiencias,  se ve feliz. Es fácil notarlo en esos  ojos verdes que envidian las esmeraldas, en la expresión angelical  de su  níveo rostro, en su   forma de caminar  y en la hermosa sonrisa  que siempre alumbra su cara.  Vive  con  su abuela  cuadripléjica en un rancho  al otro extremo del  asentamiento  y  las acompaña  una lora  que profiere groserías todo  el tiempo. A los quince años parece de diecinueve  y las curvas de su cuerpo son perfectas; es arrolladoramente  hermosa. Aunque  Alex   ha cumplido los trece años, se ve más grande que ella. Hacen  bonita pareja.

Cuando van por la calle, no le molesta que la miren  con perversidad  porque en la cama ella  es solo suya.  Hacen el amor cuando creen que la abuela  está dormida   y  después  de haber enjaulado y cubierto con una colcha  a la lora. No quieren  correr el riesgo  de que los vea  y los delate   gritando obscenidades. Ella  lo mira  desnuda y los besa  por todas partes  como queriendo saborear cada rincón, él la abraza  más fuerte cada vez  porque le encanta  sentir  sus senos desnudos arrimados a su piel  y deslizar  las yemas de su dedos  por la suave  estepa de su vientre. Lo hacen dos  o tres veces cada noche  y aunque  quedan exhaustos  procuran estar  abrazados  hasta el amanecer. Libeth ama esas faenas.

Aun  lejanos los quince años, tiene en su haber  cincuenta y tres asesinatos, cien  menos que el Calavera,  y ya siente que le hace falta batir el record.  A simple vista, parece un joven  normal  y en cierto  sentido lo es;  a no ser por la carga  tan  tenaz que lleva a cuestas. Su madre  se ha prostituido  para ahuyentar el hambre y la miseria y ya no le importa  atender clientes en su rancho; hacerlo ante la mirada y asombro  de sus ocho hijos. Sus hermanos no conocen la escuela y como la vida  va con parsimonia  y camina  recta, es probable que  ella sea  para ellos   más  miserable. Libeth es  su único sosiego; aunque  no la ve en sus planes futuros. Presiente que un día se irá  de su lado porque  no tendría, para ella  ni para nadie que sea sensato,  nada  de fantástico  ser la  compañera  de un sicario. Ese miedo moral lo acongoja  y no  sabe cómo  lo soportará  cuando ello ocurra.

Parce, parce – lo llama  el Calavera-  hay un trabajo para esta  noche,  se le mide?...  Hay cinco palos para cada uno. ¿qué dice  brother? – lo increpa.

Es  en  esta jaula?  -pregunta.

Sí, pana

Vamos pa’ esa.

Él va en su RX 115 y lleva su miniusi. El Calavera conduce hasta llegar a dos cuadras del juzgado penal  y ahí  esperan sin afán y  muy tranquilos. Al tiempo  sale  una mujer  elegantemente  vestida, acompañada de  dos pequeños niños  cada uno  agarrados   a sus manos.  Venían  sonrientes  y  a pasos normales por el pasillo  y al llegar  al andén, Alex  dispara   la ráfaga completa  sobre sus cuerpos.  Quedan tirados en el piso y el Calavera  arranca  a todo  acelerador. Una cortina  de humo  invade el ambiente. La  sangre  brota por sus ropajes y la gente  grita  angustiada.  Ellos  huyen  por entre  la  multitud  de carros  y la confusión de la ciudad.

Vuelven  caminando por la calle contigua  y como dos  extraños al  suceso, se acercan a la multitud  que rodea  los  muertos. Un gesto de curiosidad  asoma en sus rostros. Miran  los  cuerpos tirados en el andén  y  con sigilo   se  retiran  de la misma forma que llegaron. Ahora, la gente  mira a la  madre que en su agonía  trató  de abrazar, en un intento inútil, a sus dos hijos; para protegerlos de las balas asesinas. ¡Qué dolor  es este que ni la más grande de las crueldades humanas  puede compararse!  ¿Es, acaso, el dolor de Medea insignificante  ante el gesto de angustia  que se ve en el frio rostro de esta  madre? La  gente no entiende lo que ve  y pronto  nadie lo recordará.

El Calavera le entrega  los cinco millones  y él compra  regalos para sus hermanos; a unos  un balón de  futbol, a otras  muñecas  barbis y a su madre un elegante vestido rojo que  se  ajusta  perfecto  a las curvas de su cuerpo  y deja ver sus bien torneadas piernas  y sus codiciados muslos. A Libeth  le lleva un anillo de oro. Ella le dice: “a    no me regales  esas cosas caras  porque bien sé  de donde viene la plata”. Él   no se enoja  sino que se avergüenza.  Esa vergüenza  sola  la muestra  ante ella porque ante los demás, decir que es  un matón  lo llena de vanagloria y prepotencia; a veces, de orgullo.  Como si  matar a otro fuera la gran cosa del mundo, el último  gran acontecimiento  extraordinario. Se  avergüenza ante ella porque después  de que ha matado la busca para que lo abrace  y le permita llorar inconsolable  en su regazo. Extraña reacción  viniendo de un sicario  como él, que  no necesita  empeparse para jalar del gatillo, ni le tiembla la mano  en el último instante para volarle los sesos a nadie. Digo, que Libeth no acepta esos regalos  venidos de la  sangre de sus  asesinatos  y antes  lo insta para que deje ese oficio macabro  del cual vive. “Yo solo sé matar – le  dice-  lo mío es matar”. Entonces, arenga  su coloquial apología: “vos no entendés que lo que mato son ratas. Jíbaros, políticos corruptos, jueces y abogados bandidos, funcionarios ladrones. Entendé que  no mato  gente buena. Lo mío es limpiar  este mundo de la peste  que son todos ellos”. Ella  se queda  callada; pero, al final, reacciona: “son seres humanos”, le dice. “Pero, hacen daño a los buenos” – le refuta.

Una camioneta  negra  con vidrios  blindados  da vueltas en el barrio y  se  acerca  con prudencia  hasta los límites  de la invasión.  Es una nave como de película y  no faltan los  niños que corren detrás  de ella  haciendo algarabía. Pronto para  frente  a la esquina  donde  se  ponchan  los  muchachos  y  llaman  mediante  señas al Calavera y a Alex.  Ellos  se acercan  con cautela  y  también  mediante  gestos    hacen que los demás  se retiren. Al  verse solos  se suben en la Toyota y  se  van  lentamente.  Los niños han dejado    la  bullaranga  y ahora  están  quietos, parados al filo de la cancha.  Las miradas todas   son para  el carro que como un punto negro  se deshace en la distancia.   Pasan tres veces por el mismo lugar   y sin que la gente  ni los niños se muevan, los dos  jóvenes  bajan en el sitio donde los  recogió. Llevan en sus rostros  la sonrisa  del que ha recibido una gran noticia y  al verlos,  sus semblantes  radian  felicidad.  Los demás  retornan a su esquina   y los niños  juegan   en la cancha con  gran beneplácito. Alex y el Calavera  se abrazan efusivamente  y ya  saben sus compañeros  que algo bueno  está por venir. Saltan de alegría, ríen a carcajadas  y sin  pausa pero sin prisa   van  en dirección  de su rancho. En el camino  se dan palmaditas en sus espaldas  y una que otra vez  chocan sus manos  que producen un esplash  ruidoso, onomatopéyico,   como el de las tiras cómicas.

Uy parce  -exclama el Calavera. Cien millones…. Cien millones – repite.

Sí, parcero –replica Alex-  ¡Qué trabajazo!

Y vuelven las risas estentóreas  y los saltos vertiginosos.

Pero, ojo parce;  cincuenta y cincuenta  -refunfuñó Alex.

A lo bien, a lo bien.

En la noche sacó de su rancho una maleta negra  de mediano tamaño donde guarda las armas que utiliza  en sus trabajo, le  da un beso y un abrazo a cada hermano, abraza a su madre como nunca antes lo hizo y antes de salir  le promete  volver en una semana. “Nada  será como antes” – le dice.

Pasa por el rancho de Libeth, que  a esa  hora   bañaba a su abuela;  le da un abrazo  largo y fuerte, un beso apasionado  y  profirió  las mismas palabras  que  a su madre. “No vayas”, ella  le dice;  pero, él  no escuchó.

 A tres cuadras  lo esperaba el Calavera  que ya   había conseguido un taxi. Llevaba también un maletín   y sobre su cuello colgaba un escapulario  con la imagen del Arcángel  San Miguel. Tomaron la Troncal hasta la Quince y por  allí hasta la Quinta. Pronto vieron que  frente a la  iglesia de San Fernando se había estacionado la  camioneta negra.

Dos hombres robustos  y de piel negra los recibieron con cortesía, les  entregaron dos maletas medianas, dinero  en efectivo y las llaves  de un automóvil Chevrolet corsa de color gris  que estaba   unos metros  delante de ellos.

Deben ir a Pereira esta noche, hospedarse en el hotel que les indicamos; en la guantera está la tarjeta; -indicó con su  mirada-,  esperar nuestros contactos allí y recibir las instrucciones. Nada  deben preguntar, solo obedecer.

La voz  era  escueta y  de  no ser por un  tono  grave al final  del sonido, podría   sospecharse  que era   afeminada.

La noche que es negra y lisa  los ampara. Van hablando de las cosas que comprarán  con los cincuenta millones  y es  Alex  el que más   ansioso está  y el que más feliz  se encuentra. “relájese parcero”- le dice el Calavera-; pero, él no  escucha palabras  y solo las de  su boca  fluyen como tonada  musicales. “le compraré  un rancho a la cucha –dice- la  sacaré de esa pocilga donde vive  y  no tendrá  que volver a trabajar en ese bar de mala muerte”. Casi no hace pausas  y  su voz   tiene un  acento diferente,  emana  su voz  como  sentencia o como decreto: “mis hermanitos irán a la escuela – continúa- tendrán  muchos balones y muñecas  y ningún hijo de la  Zelemba  los humillará”. El Calavera lo mira  y sabe que lo que dice es cierto;  entonces él sueña con otras cosas. Le duele  no tener familia; haber perdido sus padres  cuando aún era niño y no haber podido compensar a su vieja abuela, que fue quien lo crió. En el fondo, él  era un ser profundamente  solitario, sin otra opción que la de volverse sicario para sobrevivir en las calles  y para ganarse el respeto de los demás. Recordó las  tantas humillaciones  que vivió por cuenta  de su apariencia  de  muerto andando,  las burlas y los malos tratos que recibió siempre  de los  aledaños, pero sobretodo, los días insoportables  que  vivió en la  escuela  cuando todos los discriminaban. Fue entonces  que  entendió  que la vida  era una mierda y la  gente la peor  invención  sobre la tierra. Albergó  en el  enorme vacío de su existencia todo el odio posible. Repugnó  a la gente  porque no fue capaz  de entender  la insoportable pesadez  del egoísmo humano. Asco,  solo asco hallaba en  su esófago   y su garganta.

Casi a las dos de la madrugada  llegaron a Pereira  y el Otún yacía  sereno y silencioso. Pronto  dieron con el Hotel y ahí pernoctaron.

En la temprana mañana,  el sol radiaba  hermosamente sobre las altas montañas  y el viento y la brisa  traía  un suave olor a café. La perla del Otún  se   veía   tranquila  y algunos transeúntes  iban sin afanes por las estrechas calles. Salieron del  hotel  a las  ocho y treinta y cinco y  tomándose el tiempo  necesario  para mirar  su  bella  arquitectura   caminaron  con sigilo. Al llegar  al parque central  descubrieron   al “Bolívar Desnudo”  de Arenas  Betancourt  y como quien  mira  algo asombroso  lo rodearon con sus  miradas. Alex  entendió  que   más allá de una  imagen   fría  de  metal, había  una  historia y una intención  secreta   que el artista  quería  develar.  Siempre  le  causó  asombro  la imagen  humana  y  ello le producía  expectación.  Estaba en su sonambulismo  contemplativo  cuando  el  Calavera  le  señaló  con un gesto  que alguien se  acercaba. Los dos hombres robustos  de Cali  venían     caminando de frente  a casi dos  metros de ellos.  Intercambiaron  algunas   palabras que les  indicaban su tarea  y  entregaron un paquete  enrollado en papel negro;   luego  se alejaron. Los dos  volvieron al hotel  y  al  abrirlo   se percataron que era dinero.

Cincuenta millones,  parce  - dijo el Calavera-  cuando  terminaba  de  contar  los billetes.

Alex  también los contó.

Los otros  cincuenta, cuando el trabajo esté realizado–agregó.

Sí parce, ¡Qué  chimba!   Expectoró Alex.

Guardaron el  dinero  en la maleta  de Alex   y  sin más   se sentaron a  elaborar el plan. Encendieron la radio y  la televisión  a bajo volumen   y  de  allí  extrajeron  la información sobre el  recorrido que   haría  el  Señor  presidente  esa tarde.

Vamos a matar al presidente – señaló  el Calavera.

Una rata más – vociferó Alex. 

Pirobo, hijo de puta -  culminó.

Con un plan diseñado, las  armas  provistas  bien  cargadas, la   resolución  infranqueable  y la determinación  intacta;  se disponen a  ejecutar   el  crimen.

Saben que  el Señor presidente  llegará  a las  dos   de la tarde y que estará  en la  alcaldía  hasta las cinco. Recorrerá el parque  central  y saludará, como es su costumbre,  a la multitud.  Es  en ese   lugar y en esos  instantes  donde  piensan  liquidarlo. Sin embargo,  las palabras  de sus jefes  fueron claras y hacen eco  en sus conciencias: “Nosotros  no asumimos  riesgos. Lo único  que deben hacer es matarlo, el resto  es problema de Ustedes”. Pero, son lo suficientemente  sagaces  y expertos en la materia  para  dejar   cualquier  detalle  al azar; por el contrario,  matar para ellos  era una profesión  de altísima  responsabilidad y sobre todo, entre los de su gremio,  un  acto de supremo  coraje y honor.  No estaban acostumbrados a   comprar  policías corruptos  o  miembros  de seguridad torcidos,  menos  funcionarios públicos  vendidos  al mejor postor;  ellos  eran  infalibles  en lo que hacían   y su  trabajo  no requería de mediadores  ni de farsas. Lo iban a matar  como   lo hicieron con  todos los anteriores  y no necesitaban más que la precisión de sus punterías y la situación  estratégica  para hacer  de la cabeza  de su víctima  un  reguero de sesos. No iban a correr el riego  de matarlo  dentro  del edificio porque  sería torpe, quedarían   encerrados    como   tigres en una jaula  y  sin ninguna  posibilidad  de  escape. Tampoco lo harían  de cerca porque los anillos de seguridad  los  agarrarían y  despedazarían en un santiamén. Sabían  que  no comulgaban con ello;  nada de camicasi o fundamentalismos que  arriesguen su vida para lograr un crimen por una  causa justa. Ellos eran asesinos profesionales  y en honor  de sus cargos  matarían a quien fuera por el solo hecho de ser  temidos. Matar es su única y más inmediata opción y ello no requiere sino  de la oportuna intervención, la herramienta  adecuada, la  serenidad  controlada y la necesaria cuota de  resolución. Puede resultar la más simple de las empresas y   ambos lo saben. El  Calavera   entiende que  Alex   le llevaba años  luz  en esa  tarea. No por nada    decía   que él  era el mejor.

La  estrategia  resulta  sencilla cuando los  expertos  son los que la aplican. En este caso, uno cubre  el  flanco izquierdo  y  otro el derecho;  pero caminarán paralelos  al paso  de la cohorte presidencial. Esperarán su saludo  a la multitud  apelotonada y fanática y en un lapso de  segundo  sacarán su  arma  y la descargarán  sobre la testa  del político.  Luego,  huirán por entre la multitud  y  se encontrarán en un punto  acordado con anticipación. Ahí,  el automóvil  estará listo  y  equipado con todo para salir de la ciudad.

El reloj de la  alcaldía  marca la una y cuarenta y cinco  cuando  cada uno  se abre paso por entre la gente amontonada.  Alex toma  su posición  al  lado izquierdo  de la puerta y el Calavera  a la  derecha.  Se miran  de vez en cuando para  cerciorarse  que  nada  ha cambiado. La multitud  espera  alborozada  e intranquila  y varios policías  se  encargan de  no  dejar  invadir  un  angosto callejón. Varios  guardias   custodian la puerta  y en el fondo del  edificio, ya sobre los pasillos internos,  una jauría  de perros  yace  a la expectativa. El señor presidente  aparece  rodeado de  guardaespaldas  al otro lado de la plaza, vine  levantando  su mano y  saludando a la multitud.  Camina   con  seguridad e imponencia  y cualquiera  pensaría   que  no camina sino que desfila. Algunas matronas  lloran al verlo, las madres  más  jechas levantan a sus críos para que él los toque y uno que otro varón  extiende su mano para saludarlo.  Sus  escoltas  luchan contra   muchos  para evitar  que lo  agarren.  Cuando  se acerca a la entrada del edificio  se encuentra de frente con Alex y este le extiende su  mano   para saludarlo. Era fría,  femenina, débil, delicada; como  sin huesos. Vaciló  de pesar. “hola joven  muchacho”- masculló  el  despreocupado presidente-,  y sin  mirarlo siquiera: “estamos trabajando por esta juventud”- susurró.

Pronto se perdió  entre el largo pasillo  que había en el interior del  edificio.

El Calavera  mira  desde el frente  y hace un gesto de desaprobación. Un cordón de agentes de policía  y un grupo de  señoras que gritaban vivas y vítores  le restaron importancia  al juicio  gestual  y  Alex  no se inmutó.

Por su mente  desfila  la imagen  del presidente  cara a cara con Alex  y  la certeza  de que si a él  le hubiese dado la mano, de una le   habría  asestado los siete tiros.  ¡Pero no!…está  seguro  de que  alguna razón   motivó a  su amigo para  esperar. Ello  no  resta  valor a la circunstancia  de que ese momento  era  el  más apropiado para  asesinarlo.

Permanecen  expectantes y aunque   no son hechos para el reproche, no  dejó  de  pensar que  su  amigo Alex  estaba conturbado.  Y lo estaba; la fría mano  del presidente  le había  recordado la  sensación que le produjo abrazar a su padre   muerto cuando en la finca  fue el primero  en encontrarlo, tras  dos días de  intensa y sofocante búsqueda. Lo encontró  tirado en el piso,  acribillado por las balas  y en medio  de su inocencia pueril  creyó  que podría levantarlo para revivirlo.  Pero, estaba helado como  esa mano ajena que acababa de tocar y olía  a  diablo embotellado o algo  así- es lo que  pensó. Ahora, casi ocho años después, la  misma  sensación  le produjo  pavor y miedo.  

A las cinco y cuarenta de la tarde, la multitud  que espera  tranquila  vuelve a desordenarse, los policías  toman  sus  posiciones; las que habían abandonado por la inercia de la pasividad popular;  y lo  propio hacen Alex y el Calavera; solo que esta vez   el que  estaba en la izquierda    va a la derecha y viceversa.  Al asomar  en la puerta, el presidente  se desplomó  violentamente sobre el  pavimento  y con ocho tiros en la cabeza  no alcanzo a ver la luz  de la tarde, que en Pereira  es maravillosa. La   multitud se  recogió  en una especie de espasmo colectivo y  finalmente  estalló  en un mar de lamentos y quejidos. El  Señor presidente  yacía     muerto sobre un   suelo sucio y manchado,  y la  república ahora lo lloraba, el pueblo lo enaltecía  y  sus enemigos lo celebraban. 

Mientras  la ciudad enloquecía por   el inesperado suceso, los   dos amigos  vuelven por  donde  han llegado  y como  es  digno de su  actuación,  celebran con carcajadas  su  victoria intachable.  Dos retenes  antes de  abandonar la ciudad,  les indica que  nada podía salir  más perfecto. La luz de su auto  rompe la noche  oscura  y por un sendero  seguro  van  a su  destino final.

A las  nueve  de la noche   arriban  al  hotel  que han reservado en El  Cerrito y allí  se hospedan. No salen de sus piezas  hasta cuando  los hombres   de Cali los abordan. Entregan un nuevo paquete a la  manera del primero, recogen las  armas  y  se   van en el automóvil  corsa que les habían  dado.

Alex, solo en su habitación  recuerda la mano fría del presidente, su frase proferida con  cariño senil, el  ruido de los proyectiles entrando en su cabeza de dos en dos porque los tiros fueron milimétricamente  disparados, el cuerpo helado de su padre, sus  ocho hermanitos  amontonados en una cama  burda en el rancho, su madre sollozando todas las noches; bien alta la madrugada para que nadie la escuchara;  los besos de Libeth  cuando hacían el amor;  todo  eso,  mientras el sueño lo vence de manera definitiva.

Al amanecer, Alex  está acostado boca abajo sobre  sábanas  enlagunadas  en sangre,  que no eran de los cincuenta y tantos que tuvo que matar. Con siete tiros en la cabeza, yacía impávido y de un aspecto angelical.  

Un hombre corpulento lo envuelve  cuidadosamente  y lo cubre con chuspas negras para la basura, lo sube en un auto blanco y amparado por una débil luz  que  asoma en el horizonte, lo lleva hasta el rio Cauca  y ahí lo tira  amarrado a una gran roca para que no flote. 

                   

                                               EL CALAVERA

En  la noche  imperturbable, cuando en El Cerrito  solo  se escuchaba algunos motores   que  pasaban fugazmente,  el  Calavera  se despertó  con  la necesidad  de  fumarse un bareto. Su   ansiedad tenía un sabor  extraño, un color indefinido;   y aunque conocía  el olor  de la desesperación,  atinó a  levantarse con la tranquilidad  que era común en él y armó lo suyo en un  cuidadoso ritual: tomó  un papelillo blanco, recortado  en rectángulos pequeños, y sobre él  envolvió la hierba  apretujándola  hasta  dar la forma  de un  cigarrillo; con un ademán  inusitado  lamió  el filo del papel, deslizó  la yema de su índice  para   alcanzar la perfección cilíndrica que debía y retorció las puntas  con suavidad. Finalmente,  lo  cruzó  por sus oquedades  nasales  y  con una  expresión,  que solo podía  ser de  satisfacción, lo agarró  entre sus dientes. Un encendedor  de flama azul produjo una humareda grisácea que se deshizo  en su rostro. Empezó a succionar  mientras  cerraba levemente los ojos. El color rojizo del fuego  se encendía  cada  vez  que llevaba su mano a la boca y una expresión de lujuria desbocada   se  iba dibujando en su escuálida cara   mientras su plexo  parecía  ensancharse  en extremo. Parado a la vera  de una vieja rejilla  parecía  una caricatura  de Dick Tracy.

Creyendo que Alex  dormía  en la habitación  del fondo del hotel  se  sentó  en el filo  del muro  que daba a la ventana entre tanto el  efecto  alucinógeno  de la droga  le  invadía su cuerpo y se  irrigaba  indetenible  por sus  venas.  En lo que   antes fue un pequeño balcón,  se dejó caer en el paroxismo de su alucinación:   unicornios  volaban  en fila   haciendo  acrobacias  sobre  nubes de colores  y una   sensación de música  suave  los elevaba  hasta alturas inalcanzables. Luego,  caían  vertiginosamente    casi hasta  estrellarse con su cuerpo flotante  y una  sensación  de  azote   estrepitoso  y letal  le cubría  el cuerpo de poro a poro.  Más allá,  se veía  flotando en la  superficie de un lago  cristalino y frio, tremendamente frio.  Entonces,   la  médula de  sus huesos  empezaba a crujir   como  galletas crocantes  y un dolor  que empezaba suave y terminaba insoportable,  lo invadía  sin piedad. Ahora tenía los ojos desorbitados, los labios resecos, la  lengua   desértica, sus piernas y sus  brazos  temblaban  sin control y  su mente  daba vueltas  de vértigo  en un punto concéntrico de abismal  sensación. Por allá, en un mundo ignoto;  como  si  saliera de una caverna,  escuchó  una  voz  ambigua y  sin poder mirar, porque la oscuridad  de  su alma  era  impenetrable en ese  momento,  supo que   provenía  del fondo del hotel.  La voz   fue haciéndose más sonora pero  incomprensible  y de no  ser porque  la  sombra  de las cortinas de su habitación  lo amparaban, se habría  topado  con los  hombres  que  saliendo   de prisa olvidaron  cerrar completamente la puerta que daba  a la calle. Un eco de disparos  invadió el recinto y  aunque  la noche parecía  calmada como para escuchar  el  más  leve crujir  de una hoja al caer,  lo de los disparos  pareció  un ruido lejano y virtual. Solo pudo ver sus  siluetas  ennegrecidas  por la mañana  que aún no nacía y  escuchar  sus  voces   inolvidables  por lo  secas y graves que eran. Eran voces como  piedra  cayendo  en el vacío; de yermo, sin sal, pedregosas, desalivadas.

El dolor en sus  articulaciones, la sensación de  sed  insaciable,  el  hambre haciendo brecha en su  flácido  estómago, la vista  medio perturbada  por  el efecto irreversible  de la marihuana en su sangre   y la  candidez de la  alborada,    el susurro imperturbable  de las voces  saliendo  a la carrera  del hotel,  pero sobretodo su frágil condición física;  hicieron  que tardara  un  poco en sobreponerse  y volver a su confusa realidad. Decidió acostarse, pero sin poder dormir. Entonces, vino a su mente  el   mar de horrores  que había visto en  su vida  y el caudal de infamias  que  había tenido que soportar  hora tras hora.    Conminado por una fuerza  externa,  sobrenatural,  se levantó de  su cama caminó hacia la puerta, la abrió  y  yendo  despacio, con toda la previsión  que  obliga  andar en penumbras, llegó hasta la habitación  donde Alex  dormía. Pero, su parcero  ya no dormía.  Estaba tirado  boca abajo  con su cabeza  deshecha por el fragor de los tiros. Quedó  conturbado, anonadado, casi imbuido en un  estrecho  túnel oscuro  en el que su cuerpo no cabía totalmente  y en el que no había punto de entrada ni de salida. Una lágrima  resbaló por su pálida  mejilla. El  temblor que no podía  ser otro  que el que produce la  total inutilidad, el aniquilamiento  absoluto de la fuerza y la voluntad;  hicieron  que se desgonzara  en el  lugar  donde  estaba y cayera de bruces  sin que nada pueda evitarlo. Allí duró  algunos  minutos y cuando  la reacción  característica en él asomó,  se acercó al cuerpo yerto  y aun tibio de su amigo  para decirle algo  al oído.  Recogió una  maleta pequeña   que estaba  debajo de la cama y que los asesinos olvidaron. Luego,  salió  despacio como había  entrado.  Siguiendo  la dirección  de su habitación  se deshizo  en la  débil oscuridad. A los pocos minutos,  la puerta  que daba a la calle  se cerró y él salió  caminando  rumbo a Cali, pensando en lo triste que se sentiría  Alex  si a él lo hubieran matado.

 Deambuló  normal por el filo de los cañaduzales,  guiado  no más por la inercia  de la costumbre  y   aunque  los autos  iban y venían en ambas direcciones,  no quiso abordar  ninguno.   Había caminado  algunos   metros  cuando  vio  el sol  que asomaba  tenue  en el horizonte. Un auto salió  despavorido de un callejón y por la intervención  de la providencia  no lo atropelló.

Todo era llano, plano, longitudinal, lineal, filamentoso;   y  se preguntaba  en  los recónditos  horizontes de su  memoria  si alguna vez  había  visto  un amanecer. Aunque esculcó   desde  lo más  lejano de su niñez  no encontró  registro   de ello. Fue entonces  cuando   absorbido por la   débil  luz que asomaba  más  allá  de los  sembradíos y  una curiosidad   nueva  en su  espíritu, se estableció  al  amparo de un gran samán  que  yacía  a  orillas de la carretera.   Desde allí vio el negro transformarse en gris, el gris  en  tenue  rojizo, el tenue  rojizo  en  frágil amarillo y el amarillo en blanco   azuloso y finalmente  el azul  límpido  que  cobijaba todo.  Ese   juego  de colores   disputándose los cortos tiempos  de la metamorfosis sideral   hicieron que en su alma   apareciera un  asomo de paz y eternidad.  Por algún instante   sintió  que  Alex   debía  sentirse  así   en  este instante.

Con la luz  total  brillando  sobre el verde grandilocuente  de  las veredas y  acantilada  en  los riscos de los Farallones,  siguió  su  camino  con pasos lentos  en dirección  a Cali. Llevaba   su tula y el maletín  que había recogido del cuarto  donde Alex  durmió su última noche. Paró una buseta  a pocos metros  adelante  y se subió  sin mostrar en su rostro  el  desastre  devastador  que   albergaba en su interior. Al  sentarse  en la parte  central del estrecho espacio interior del vehículo, se abrazó a su equipaje   y recostando  su espalda en el sillón cerró los ojos y respiró profundamente. En todo caso, su mente   era un calvario cruzado por las muchas imágenes de Alex  desde su más  inocente  niñez hasta su más cercana adolescencia.

No  supo cuánto tiempo pasó ni que distancia había  recorrido, pero al ver  la silueta  lejana  de La Torre de Cali y el blanquear  de las Cruces  en el alto  filo  del  cerro,  supo que  había   vuelto  a su  madriguera.   Con su  retorno  empezaron a aparecer en su mente  las cosas    que le eran familiares  por la fuerza  de  verlas. Aparecieron también los rostros  de  las personas  que días  atrás había dejado  para ir a Pereira a cumplir su misión.  Ahora  discurrían  en una  especie de montonera mental  las  caritas  de los ocho hermanos de Alex, la  señora María, Libeth y su frágil  y anciana abuela, que de tantos  años que tenía   no  alcanzaba   a comprender  lo que él hacía. “Trabaja en una oficina importante – solía decir-  y gana  muchísimo  dinero”- agregaba. Había  en   su voz  una  cierta presunción  chabacana  que solo producía   risitas en   quien  las  escuchaba.

Apoltronado  ahora  en el  puesto de un bus   urbano  a punto  de desarmarse por lo  viejo que  era,  pensaba  en   Alex  muerto en el hotel  y en la   cara que pondría  Libeth, la señora María  y los  niños; cuando  se los dijera.  No   alcanzaba a hilar las frases  con las que iniciaría la fatal noticia  ni  a hilvanar  los pretextos   por los cuales  no se quedó  para reclamar su cuerpo y  sepultarlo. A lo  mejor    eso no se lo perdonarían nunca  y  aunque   cabía  la posibilidad  de ir hasta  allá y  recuperarlo, poco  aportó  esta reflexión  en el universo del  discurso  que mentalmente  venía  armando.  Miró  a  Alex   postrado   boca abajo  y con  un suspiro   profundo  lo quiso   sepultar  también en su alma. El pobre  empezó a sentirse  tremendamente solo  y  con  varios  estrujones   a  su tula  contuvo  el llanto  que  se veía  venir  como un torrencial incontrolable. “Parce, . Parce –murmuró-  ¿Por qué  se dejó matar, parce?”  Y sus  ojos  se nublaron de  angustia y tristeza. Afloró entonces   una señal de  ineludible tormento.

 Pasó por  los sitios de siempre  cuando   ir  del norte  al oriente  se trata: El Puente del Comercio,  el cementerio Metropolitano del Norte,  la Rivera, La Octava  de López    y  finalmente,   El Distrito  de Agua Blanca. Sobre el lado  derecho, un montón  de  ranchos  en esterilla  irregularmente construidos  y algunos   forrados con cajas de cartón  o plásticos  de colores,   anunciaban que   estaba  en Charco Azul.  Sobre  esos ranchos   ladeados   que daban la impresión  de  estar a punto  de derrumbarse, el Calavera  puso sus ojos  fijamente  y  con  un ademan  mecánico,  aprendido por la mera  costumbre,  se levantó  y recorrió  el   pasillo medio invadido  por otras personas.   Un  hombre  negro  de amplias  espaldas y cuerpo fornido  que   estorbaba en la puerta de salida, le preguntó: “¿Va a salir  bacán?” Él   hizo un gesto  afirmativo  y el   hombre  se corrió para que  bajara.  El bus  siguió  su ruta y  él  tomó  la dirección  que daba una   calle estrecha,  a esa  hora  invadida  de barro  y  aguas  sucias.  En ese lugar de la ciudad, había  llovido   y  muchos  moradores  sacaban  de sus ranchos   baldados  de agua  para amainar la inundación. Algunos   niños,   semidesnudos unos y desnudos otros,  danzaban  entre el lodo y la desesperación  de las madres  que gritaban obscenidades  a granel. 

El  Calavera  caminó  sin levantar la mirada,  entró  en un rancho  casi al final  de la cuadra   donde un grito  senil y un abrazo lo esperaban. La anciana lo abrigó en su pecho  y  él   rompió a llorar como un bebé. “Abu, mataron a Alex” – dijo y cayó inerme  sobre un viejo sofá. 

¡Dios mío! – respondió- El  Señor  lo tenga  en su gloria.

La  exclamación  se  oyó  sincera.

Al otro día,   llovía  torrencialmente  en  el  sector y  él  pensaba  en  el pobre cuerpo  de Alex  tirado por allí  en alguna parte. Le  estimulaba  saber  que como estaba muerto ya  no sentiría frio. Parado   al filo  de  la ventana,   miraba con   cierto aire de nostalgia  esa distancia inconmensurable  que  había entre él y  el resto del mundo. Siempre  tuvo la sensación de que  por más que  había   personas a su lado, lo cobijaba  una  estela   de soledad  inquebrantable  y por  más cerca  que alguien pudiera estar  de él, siempre había  un  horrible  abismo  de por medio.  La  vida, los pasos  dados  en sus  cortos años, lo  habían  confirmado  casi  de manera irrefutable. Por ello, hacía lo que  hacía. Empezó a tomar distancia  de los otros  desde el mismo momento que intuyó  que    en  ellos no había  más que egoísmo en sus corazones  y que si te buscaban  era por  algún interés particular. “En la vida sos útil o no lo sos” –solía decir. Habría  seguido   en el  hondo  abismo de sus pensamientos  de  no ser porque su abuela lo llamó a  desayunar y un ruido de trastos  compitió  con  la lluvia   que  arreciaba  en el techo de zinc.

Parece el fin del mundo  - murmuró la  anciana.

Siempre  estamos en el fin del mundo  - masculló él.

No era una visión apocalíptica  ni una  frase  pesimista en extremo; era, más bien,  la  gélida  certeza  con la que  caminaba  porque en el oficio de  matar  siempre  se corría  el riesgo  de que el muerto   fuera él.  Lo sabía, como  se sabe que dos más dos es  cinco o   que la  noche fue antes que el día.

El  desayuno fue corto  y a pesar  de los  estragos  de la lluvia,  salió sin ninguna vacilación. Tomó la calle  siguiendo el rumbo  contrario  y, con la tula en el hombro,  caminó  a un ritmo normal. Bordeó las cuadras mirando  de vez en cuando  hacia los lados  y sin detenerse  para auscultar  lo que los otros  auscultaban  se fue  deshaciendo en la distancia.

Al final  de una larga y estrecha calle, un grupo  de niños  descalzos y sucios   hicieron   barullo cuando   lo vieron venir: “¡el  Clavera!, ¡el Calavera”! – empezaron a gritar  y él   sintió  que  se le  derrumbaban sus vísceras, el   estómago  se le retorcía  como lazo y sus pobres  piernas  temblequeaban sin control. Eran los hermanos  de Alex.  Cuando   la  señora María  asomó  en la puerta, un gran grito de dolor;  parecido  a  un terrible alarido  fúnebre;   le astilló su alma.  “¿Y Alex?, ¿y Alex?” – preguntó. Él no supo que decir,  pero con un  movimiento instintivo  se abrazó a su cuerpo  y como  niño  se  arrancó a llorar.

Él  está  muerto  - musitó.

Nooooo,  Noooooo.  Y su voz  era  quebradiza  pero fuerte,  casi una extensión inútil  de sus  gestos  desesperados.  Un explosión hacia  arriba  de su desmoronamiento hacia abajo.

La tomó  de sus brazos  y lentamente  ingresaron  en el rancho. Atrás  iban los niños  que no entendían   lo que ocurría.  Ya  sentados  en  la sala,  les  explicó en detalle  lo que había  pasado   y aunque la tristeza   los  embargó,  sus llantos  fueron  hacia  adentro y silenciosos.  María  abrazó a sus  niños y les pidió  que  oraran por el alma de su hermano, el Calavera  se unió a ellos  y  al  terminar,  fue caminando  y en silencio donde Libeth.

Su rostro  era claro como la mañana y alumbraba con una luz rara, parecía  triste a pesar  de la irradiación angelical que siempre   lo cubría. Al ver  al Calavera aparecer  en el callejón de su casa,  sintió que  su  mundo interior se derrumbaba. Un rio de aire    gélido  en extremo  se  escurrió por su cuerpo  y antes que él hablara, ella  le increpó: “¿Dónde  lo dejaste?

En el hotel. Alex  está muerto.  – contestó.

Su respuesta fue lacónica, lacerante, mortal.

Lo abrazó  con la fuerza  que  le producía  su dolor  y le pidió  que fueran por él. Aunque sabía  que  era inútil,  aceptó.

A las   diez  de la mañana,  cuando ya todos   estaban enterados  de la muerte  de Alex, un grupo  de  casi  veinte  personas, entre jóvenes y  adultos,  se dispusieron  para ir por el cuerpo.  Los niños  también querían ir  pero  no lo permitieron. Libeth  iba   en frente  y con  arrojo y  valentía, hasta ahora  no conocidos en ella, decidía    qué hacer  y a dónde ir.

La silenciosa caravana  iba  rumbo al norte  cuando una  nube gris  empezaba a aparecer  en el horizonte. Libeth   tomaba de la mano a María  y María  de  vez en cuando  miraba al Calavera. Todos  iban con los ojos tristes  y  su alma al borde de una explosión de llanto.  Nadie hablaba  nada.

Al llegar al hotel fueron atendidos por  una  señora  gorda  y de piel  morena  que parada en la puerta no dejó   ingresar a nadie. “el hotel  está  cerrado  desde la semana pasada” – dijo. El  Calavera  sintió el peso de las miradas de todos  como un  sable  que  abría  sus entrañas.

Pero, señora,  yo dormí aquí  hace dos noches - vociferó.

 Mire joven – le contestó- La única que  abre esta puerta soy yo  y sí le digo que el hotel  está cerrado es porque  está cerrado.  Y  en  un acto de fuerza bruta   cerró  la puerta y giró las llaves  repetidamente.  

Tocaron  varias veces y por largo tiempo  y no obtuvieron respuesta. Sin embargo, uno de los  muchachos que los acompañaba logro  bordear  un  muro  de concreto   e ingreso.  Todos  lo esperaron con  expectación.  Cuando  regresó  traía   una sábana ensangrentada  y un escapulario que había sido arrancado  con fuerza. Libeth lo reconoció porque fue ella quien se lo regaló para que lo protegiera. Escrutaron el hotel y sin que nadie les impidiera nada, los que pudieron saltar el muro lo saltaron  y luego de buscar  por  largo rato  no encontraron nada. El  Calavera  puso su pistola  en la cabeza  de la negra gorda  que  los había recibido   y tras  activar el gatillo para disparar logró que  dijera algo: “lo tiraron en el río” – masculló y perdiendo la noción de todo  se desmadejó  y cayó inerte  produciendo un chasquido apabullante.

Todos  se dirigieron  al rio  como Libeth  lo indicó  y sin perder   tiempo  abordaron canoas  y otros  por la orilla  en su incansable  búsqueda.

En  el fragor de los afanes, el Calavera  recordó el viejo carro que surgió  esa mañana de los cañaduzales y  por el  favor de su instinto  asesino  hiló  los hechos, ató los cabos y sospechó  que  ello ahora  tenía  relación con  la desaparición de Alex. Su mente fue clara, expedita, alucinante  y sin dar rodeos  los invitó  a que   siguieran esa ruta.  Por el sendero encontraron  las huellas  aun evidentes  de las llantas del auto  y siguiéndolas  llegaron  hasta el borde  de un barranco,  a orillas del rio.  Sobre  un matorral  seco colgaban   los restos  de  bolsa  negra  y a su lado huellas de zapatos; al parecer de un hombre  muy alto. La huella era enorme como el pie de un basquetbolista. Libeth, que era muy buena nadadora se lanzó al rio mientras los  demás  seguían el curso de la corriente  abajo. Se tomaron el resto de la mañana y  parte del atardecer para hacer  largos recorridos, pero  todo fue infructuoso. Al borde del anochecer  regresaron  cansados y con  la  certidumbre de que a Alex  se lo había llevado el rio para siempre.

Esa noche  armaron un improvisado altar en el rancho de Libeth  y  como  era costumbre cada vez que alguien moría, vinieron las cantaoras  y le  entonaron tristes alabaos. 

Libeth en el submundo de su tristeza pudo dormir unos  minutos  y aunque  no lo esperaba  Alex  vino para  abrazarla. Sintió la  fuerza  de sus brazos, la suavidad  de sus labios y la ternura  de sus dedos rozando  su rostro. Tanto así, que lo vio acercarse  sonriente  y antes de que pudiera tocarlo, para saber  si era real, él  cayó en un tonel  lleno  de agua donde se sumergía y  de vez  en cuando   sacaba su cabeza, pleno  de risa. Ya  en  el  mundo de su conciencia abrió los ojos  y con la mirada  invitó al Calavera para que se acercara.  Lo hizo en el instante. En un  rumor  de voces que solo entendieron los dos, ella  le dijo: “Alex  está en el fondo del rio. Mañana vamos por él”. Él asintió y con los  gestos que los otros le conocían  convocó a sus más cercanos amigos.

Libeth y los siete, incluyendo  al Calavera,    no esperaron a que amaneciera para  partir.  En el instante  más gris del  amanecer  ya  se encontraban  entre los cañaduzales y  cerca al barranco.  Cuando llegaron al filo del rio, el sol  apenas  asomaba  en el oriente  y su  luz  perfecta  alumbraba  la eternidad  inalcanzable.  Una  larga cuerda   fue descolgada  por el   risco  y Libeth junto con otro de sus   vecinos   se deslizaron  en sentido vertical. Ingresaron en  las profundidades  del rio  dispuestos  de  dos mascarillas  para protegerse  y  cuando  salieron por primera vez  gritaron a los demás que  halaran del laso. Ellos retrocedieron  unos  metros  y con gran esfuerzo  lograron traer  hasta la superficie  acuosa  un gran paquete  envuelto   con  plástico negro.  Sin duda era un cuerpo  humano por la  clara silueta  que  se dibujaba.  Ella empezó  a nadar  hacia la orilla  y a llorar   produciendo alaridos  fúnebres y dolorosos.  El compañero que   todavía  estaba en el rio  se encargó  de  llevar el cuerpo hasta la orilla. El  Calavera  se quedó  sentado  en donde estaba  y en silencio  empezó a llorar. “Parce – musitó- le juro que voy a matar a esos hijos de puta”.

Libeth  volvió  al filo del cañaduzal  y esperó a que el cuerpo fuera   puesto delante suyo  para aferrarse a él en un aguerrido abrazo que parecía eterno.

Vámonos de aquí – le dijo  el que salía  del rio- no esperemos a que lleguen  otras personas. Eso no nos conviene.

Y con los afanes que  son propios  de una huida  irremediable, alzaron el cuerpo  y salieron  en grupo  hacia  la ciudad.

Lo llevaron  a su rancho  donde  María  lloraba inconsolable y sus hermanos lo esperaban con  honda tristeza. Luego  de pedir a unas de las matronas  negras que lo prepararan  para  sepultarlo, lo condujeron en carroza fúnebre  hasta el cementerio de Siloé  cuando ya la tarde era  veterana  y la noche se asomaba  sobre los Farallones.

El Calavera hizo un  disparo al aire  y se persignó  mirando al cielo. Todos entendieron que  esa  muerte  sería  vengada.

De regreso a casa Libeth iba  al lado de María  y el Calavera  con los hermanos de Alex; todos  en silencio  y recordando quizá  al que  se había  ido  para siempre.  En un  ataque  de loca  esperanza  él  pensó que las  personas  no morían  totalmente  porque  quedaban vivos los recuerdos y el amor en el corazón  de los que amaba. Empezó a recordar  aquellos días en que  Alex  le insistió para que le  enseñara a disparar  su pistola   y los que,  sin titubear,  empezó a matar   personas.  Sabía  que era  mejor que él  en puntería y finura porque era capaz de volarle los sesos  a cualquiera  a diez  metros de distancia, en tanto que él  prefería  arrimar el frio   hierro  a las sienes de sus víctimas. Alex los miraba caer y  se acercaba para  rematarlos, descargando todas las balas del  proveedor de su automática. Él, en cambio,  hacía tres disparos  certeros  y les daba la espalda.

Cuando llegaron al rancho, las cantaoras  entonaban  tristes alabaos  y un grupo de  señoras  de  avanzada edad  rezaban  un rosario  casi que  musitándolo.   Varios hombres  que  estaban   agrupados  en la entrada  se   acercaron a  María y a Libeth para  darles el pésame. Hablaron  unos  segundos  con cada una de ellas y  después    se dispersaron. María  se sentó en un sofá  ubicado en  un pasillo y Libeth y el Calavera  se internaron en una pieza.

Tienes que  averiguar quién hizo esto – le dijo.

Él bajó la mirada para que  no viera su tristeza  y le respondió. “Déjamelo a mí, yo lo resuelvo”.

Con un tono de voz autoritario  y  con  una  mirada  resuelta a todo;  “es que yo  quiero  también  resolverlo”- agregó.  Y tomándolo de la mano, con la  seguridad  de quien  conoce  de fondo lo que va  a hacer: “enséñame a matar” – le dijo. Él  volvió a mirarla  y convencido  de que lo que había  escuchado  no  era producto del dolor intenso  ni de la desesperación,  asintió  con  un leve movimiento  de la cabeza.

Cuando la noche  era más oscura  y silenciosa y las personas que acompañaron  se habían marchado, el Calavera  se acercó a María  y le  entregó  el maletín  de Alex. Ella  lo guardó  encima  de un viejo  armario y se dispuso  a dormir, si la tristeza se lo permitía.  Libeth  estaba aún en la pieza  y aunque dormía,  en su pobre  rostro angelical  había  dibujado  un  profundo  dolor. Él  cerró la puerta y se marchó  lentamente amparado en la oscuridad. A los pocos  segundos,   se  escuchó el estallido  de dos disparos.

Libeth, que no había dormido bien, se despertó  con los ojos  enrojecidos  y un  cierto vacío  en el estómago; que no  sabía  explicar.  Deambuló por   los pasillos  estrechos del rancho y aunque  sentía el olor de Alex, su presencia  en todo;  no  alcanzaba  a entender  el vacío  de su ausencia.  Trató  de llorar, pero no pudo. Entonces, se sentó  al  lado  de donde  María dormía  con cierta profundidad   y   rozó  sus  delicadas manos  sobre su rostro.  La  despertó  su  natural  ternura  y  de un  salto  se aferró a  sus  brazos: “ voy a  morir de dolor” –dijo sollozando. Aunque  Libeth entendió  lo que ello significaba   se guardó para sí  una frase  de esperanza. “Doña María – le dijo- su hijo es ahora un ángel  que la protege”. Al ver  a los  hijos    más pequeños  agazapados  en un  gesto confuso  de dolor y con la convicción  de que la vida   seguía, agregó: “debe vivir para ellos doña María”.

Y  así fue. Los días pasaron  como por entre una gran pantalla y la vida volvió a ser la misma. El  Calavera   y su parche parados en la esquina, Libeth con  su  abuela  y la lora, la  señora María   con sus   niños  amontonados  en   su mundo  de miseria   y Alex, el pobre Alex,  allá  en  el cementerio devorado  progresivamente por los  gusanos;  ahora  solo  recuerdo, imagen insustituible  en la  mente  de los que lo aman. 

Volvió a llover torrencialmente  y la invasión   fue   arreciada por  vientos sorprendentes. Los techos    se desprendieron de las  casucas  y un  montón de  cartones y plásticos  volaban  al vaivén de los torbellinos  que el vendaval  formaba.  Las  personas  corrían  detrás de sus cosas como colchones, cobijas, sábanas  y otros;    dando alaridos   espantosos y  profiriendo obscenidades, los niños y las mujeres   gritaban con un llanto lastimero  que  a cualquiera estremecía.  La tragedia  caía  sobre la miseria y  sobre todo  ello,  una  oscura  nube de  desesperanza.  Llovió  solo para causar  el desastre porque a   la media hora el sol  se aposentaba  sobre un cielo  azul  monumental  y erguido como  el más bello de los días.  Unos volvían  con sus  cosas  estropeadas o deshechas, otros  con las manos vacías  y los niños y las mujeres  se habían  amontonado   en una vieja casa  a la  que irónicamente llamaban  “refugio”. Allí  se  refugiaban los olores más nauseabundos  y  del frio piso emanaban  los más  asquerosos  y repugnantes  bichos.

En el desorden del aposento, el Calavera  vino a ver a Libeth, que en ese  momento  estaba con  maría y los niños, y de manera   disimulada  le dijo que todo estaba listo  para aquello que le había pedido.

Si quiere – le dijo- podemos salir  ahora. Hay unos amigos que nos esperan  en su oficina  para indicarle cómo hacer el trabajo.

Ahora no – le respondió  tajantemente.  Esperemos a que pase  éste  asunto y yo le digo  cuándo vamos.

Está bien,  parcera. Usted sabe que cuenta conmigo  pa’ las que sea. Y salió.

Libeth  pensó  en Alex y aunque  su   estómago  seguía  molestándole   no quiso  hacer  caso  de ello. 

Qué tiene  niña Libeth? – le preguntó María.

Gastritis – respondió.

Los niños   jugaban  distraídos  a  unos  escasos  metros  de allí, y aunque  la tristeza  era fresca  y el recuerdo  de  Alex  resultaba  ineludible,  habían  vuelto a sonreír.  María  miró a los ojos a Libeth  y sin que  nadie  se percatara de que  se acercaba para contarle un secreto,  le  dijo: “ mijo  me  dejó  esto” y pasándole  un  maletín   con el cuidado  de que   nadie lo viera, le pidió  que lo  abriera.

¡Dios mío! -  exclamó Libeth. ¿Cuánto hay  aquí?  - agregó.

Con la  serenidad  de una  mujer   entrada en años, a la que  nada  le sorprende ya, ella le respondió con  voz  muy baja: “noventa y siete  millones”. La cifra  se oyó  escandalosa y aunque   nadie, más que ellas, sabían  de  la existencia de  ese dinero,  el tema no  volvió  a ser  tocado. Sin  embargo,  Libeth  no  entendió   por qué sí el Calavera   lo había  entregado, nunca  se  había  referido a ello. Quizá  no sabía  del contenido del  maletín;  era  lo  que  pensaba. Entonces, lo buscó  por  varios  lugares  y en  vez  de encontrarlo  éste  se hacía   humo   en todo momento.

María  fue  censada,    junto con sus hijos,  por tres funcionarios  del gobierno que  traían  escarapelas  de la oficina de riesgo  y desastres   colgada sobre su pecho. Uno  de ellos   la miró  fijamente, escrutó  sus curvas y sus  senos  prominentes,  y  con un gesto  de  ansiedad  obscena  le  tomó la mano para que firmara el  registro. Ella   también lo miró   y supo que era presa fácil.

A los pocos días, su  desnudez  retumbaba  en un  motel  cercano al Centro  de la ciudad y una  sucia  escarapela  de riesgo y desastres  yacía   a la vera  de un pasillo  semioscuro  donde la luz de  la prudencia  resultaba inquebrantable.

“Noventa y siete millones…. Noventa y siete millones”   era la   cifra que retumbaba en la mente  de Libeth y como si los  números  en realidad representaran algo mágico, pensar y volver a pensar  en ello  le producía  una  agraciada  sonrisa. Tanto,  que pensó  que  sería divertido contar uno por uno los billetes  que María tenía  guardados en su maletín. Y hacia allá se dirigió.  La encontró  sentada  en la cama de su pieza, encerrada totalmente,   haciendo  lo que ella  quería hacer.   La miró de frente, con  precisión,  y con un gesto   en sus ojos la invitó a seguir: “cuenta conmigo”  -le dijo. Pero, no era cuenta de “cuenta”   sino de contar, de ir  uno por  uno, de billete a billete, para ver qué se sentía  tocar tanta plata el mismo día. La sensación era  agradable en extremo como si  cada papel  que pasaba  por sus manos; mejor dicho: por la yema de sus dedos;  no fuese papel en realidad  sino otro  elemento  de otra  especie,  o de otro planeta.  Sabía a éxtasis, olía a fragancia  relajante, a paraíso; producía  una  tranquilidad avasallante  y por encima  de esto, una gran alegría  se apoderaba del espíritu.  Circundaba  un  hálito de sobrades, de ausencia  de miedo, de  todo lo  puedo con lo que tengo. Lo más increíble es que,  a pesar  de  haberle  costado la vida a Alex,  en  ese  momento  no lo recordaron.     Terminaron riendo a carcajadas  y  acostándose  desnudas  sobre  los   billetes  que ahora  estaban regados sobres las sábanas. Libeth los  acariciaba y se los  deslizaba por sus  senos  y  vientre, maría los  besaba con  una pasión ensimismada  y los olía  hasta  extenuar sus pulmones.  Quién sabe  que  sensaciones  íntimas  producía  en ellas  el  hecho  de revolcarse  sobre  todo ese dinero amontonado. Lo cierto,  es que jamás  hubo  tal  éxtasis que  se asemejara   a  éste. Lo disfrutaron  al máximo  y el  ritual habría  seguido  de no  ser porque  los  niños, que estaban en la parte  externa  del  refugio empezaron a gritar: “ el Calavera,  el Calavera…”.  Ellas  se  vistieron, recogieron el dinero,  lo guardaron  en el mismo  maletín  y   por  entre  las  montoneras de gente  en  el pasillo  caminaron  para encontrarse con  él.  Las  miró fijamente  y evitando que ellas pudieran preguntar primero, les  explicó  detalladamente  lo del  dinero. Finalmente, les pidió  que  se fueran de allí, que consiguieran un lugar  seguro y digno,   y que mandaran los niños a estudiar; porque  ese  era el deseo de Alex. María  quiso llorar, pero Libeth  le  pidió  que no mas llanto y la  exhortó   a cumplir su deseo.

El Calavera  las acompañó  a comprar  la casa, a  matricular a los niños    en el colegio, a  escoger los muebles,  el televisor plasma, para María  una moto FZ50, las bicicletas y los balones  de los  niños. Las  ayudó instalarse  en su nuevo hogar  y pronto se perdió  como era su costumbre.  Libeth  también  desapareció.

Por la vía  que   lleva a El Cerrito,  en una  motocicleta  Honda 500, va  El Calavera y  Libeth a   más  de ciento cincuenta kilómetros por hora. Él  va  recordando  la voz  gruesa   de  los  asesinos  de Alex  y como  la  memoria  lo permite,  vuelve a vivir  ese instante  solo que sin  dolor y  mucha  rabia. Recuerda cómo, en  medio  de las alucinaciones  de  aquella noche,  la voz  enlocutada  que  precedió los disparos lo había  abstraído de su  mundo  de trabas  y     alcanzó  a ver las sombras  gigantescas  de  dos  hombres.  La voz si bien  es un  eco fugaz  que   muere  tan pronto nace,  es parte  de la personalidad   de un  individuo.  Es  casi    su  huella  particular, así  sea  etérea.  Esa voz, la que  él  recuerda  porque la  ha registrado en su ser como única,  debe pertenecer   a un   sujeto  grande y corpulento,  negro  por su acento  particular  y  lo  más  cercano   al  matiz  tumaqueño. También  recuerda  que esa voz  se repite  en la versión femenina en la persona  que  les  cerró   groseramente  la puerta del hotel, aquella vez  que vinieron por el cuerpo de Alex. Ata  cabos  y  sabe ya  que  los dos   tienen información importante  sobre  los autores  del crimen.

En  eso  iba pensando cuando  Libeth le preguntó: “¿Por qué   vamos  al Cerrito?”  En  medio de la ventisca de la  velocidad y  el  aire denso  de los cañaduzales,  trató  de  explicarle   su hipótesis. Entonces  se detuvo un  momento, le  entregó  una  pistola cargada con su proveedor  completo  y le dijo: “ si tienes  que  disparar hazlo  a la cabeza”. Ella   la recibió  con la  serenidad   de quien   sabe  para qué  sirve  lo que  se le  entrega   y con  la determinación  del que  es consciente  de lo que va   a hacer.  El  resto  de  la  carretera, fue   silencio  entre los dos.

Ingresaron por la parte  de  atrás del hotel.  Allí estaba  parqueado  el carro que   vio  salir  de los  cañaduzales el día  que mataron a Alex, y en el fondo  de un gran  zaguán miraron a  la  señora gorda  que los había insultado.  Él la  abordó  con  agresividad, la  tomó  con  fuerza  del brazo y la tiró   en el suelo.  La  señora  trató de gritar, pero   él  se lo impidió llenándole  su boca  con una franela.  Libeth  lo miraba con  expectación  mientras tanteaba el arma en su bolso. El Calavera le preguntó  varias cosas que la  señora  no pudo  responder. La levantó  y con  dos   empujones  la introdujo  en  un baño que  había a  dos  metros  de ahí.  Solo  se  escuchaba el  murmullo  de sus voces. Cuando él  salió, Libeth  estaba   a medio  metro de la puerta.  Él  se volvió  para mirarla y   en un  acto instintivo, extendió  su brazo, apunto su arma  y  descargó  cuatro disparos. Adentro algo  cayó con  estrépito.

Libeth lo siguió con  cautela  por entre  los corredores del hotel. En uno  de los cuartos  del segundo piso  estaba  dormido  un  negro  gigante  que al percatarse de  su presencia quiso  alcanzar  una pistola  que  estaba sobre un nochero.  El  Calavera, en una acción acrobática  le arrebató el arma  y lo  redujo  con un golpe certero en la cabeza. Lo ataron de pies y manos, y pese a  la enorme contextura  y  kilaje de su cuerpo,  lo llevaron hasta el auto  que  estaba en el patio.  En  el  sillón de atrás   solo  se oían  quejidos  guturales.  Se internaron por   los  cañaduzales hasta  llegar  a  la vera del río Cauca y en el borde  de un  gran precipicio   amarraron el cuerpo  a un  árbol.  El Calavera   le habló  varias veces a su  oído  y  solo logró que el  señor  lo mirara con piedad  y  angustia. “Estás  cagao, no marica” - le decía. Y  volvía  a  acercarle  su  pistola  en las sienes. En un  momento de lucidez, el   negro que  estaba  quebrantado por el miedo, le dijo: “Son los de la oficina, son  los de la oficina”. El  Calavera  lo desató del árbol, pero  dejó sus manos amarradas.  Como estaba zurumbático por  el fuerte golpe, hizo  algunos  movimientos  en zigzag y  cayó al  suelo  apoyado  en sus rodillas casi al borde  del abismo.  Él   extendió  su brazo, apuntó  su  arma a la cabeza  y  un grito  de Libeth  lo contuvo  de  activar el gatillo. “Déjamelo a mí” –le dijo, con una frialdad polar.   Se acercó lo suficiente  para no errar  los tiros  y en un gesto  de lucidez  extrema  activó  su arma y  descargó todo el proveedor  sobre la cabeza  del negro. Éste  se sacudió  dando  convulsiones  y pronto  cayó  por el precipicio  a las  aguas turbias del río.

 

De vuelta, en  El Cerrito,  dejaron el auto   donde lo habían  encontrado, abrieron una fosa  en un  extremo  del gran patio y ahí  sepultaron a la  gorda.  Borraron todo indicio  del  suceso  y  cuando  iban  por su  moto, Libeth  lo  agarró  del brazo, lo miró fijamente  a los ojos y  le dio un beso  profundo  en los labios. El  Calavera   no reaccionó  porque  sabía  que  ese  beso  era para Alex. 

 

LIBETH

 

Hartos días  habían pasado  desde la última  vez que estuvo con el Calavera  y  aunque  la vida  seguía  su curso normal,  no dejaba de pensar   en el  hombre  que había matado.  Para  ella  nada justificaba  quitarle la vida a nadie.

Subsumida   en un limbo  moral   más parecido a un   insalvable laberinto,  pensaba  que  el mal  se estaba  apoderando  de ella y que  aquellas enseñanzas  hermosas  de  su pastor en la iglesia  ya  no tenían  sentido.  De hecho, no volvió a los cultos porque  el peso  del pecado  la había  alejado  de Dios. Sin embargo, en un  arranque  inusitado  de  reflexión  práctica,  entendió  que la  mejor   manera  de hacer  eficaz la justicia  divina   era  aniquilar el pecado de raíz. Matar a un asesino, pero  sobre todo al  asesino  del amor  de su vida,  era  una  acción  justa; que hasta  dios  sería capaz de entender  y perdonar. 

Entre  esas cavilaciones    andaba  su  mente  cuando  un alarido  enorme  la  abstrajo  de  aquel submundo. Era su  abuela  que  dando chillidos  enormes y agudos, venía  con la   lora en la mano y   brotando  sangre:

Ese puto  gato – decía la  abuela.

Gato,    hijueputa -  replicaba la  moribunda lora.

Libeth  la miró  de frente  con  el  ceño  constreñido  y  sin que  su abuela   terminara  de  calmarse, le dijo: “ Abu,  deja   esa  lora grosera por  ahí;  que ese animal  es inmortal”.  La  abuela  la tiró sobre   una  mesa  y la lora  prodigando  otras  groserías  conexas  armó  tremenda alharaca. No quisieron  prestarle atención.

Volvieron a aparecer en su  mente  los recuerdos  de  aquella  tarde  en el río y,  sin que   su abuela    se percatara,   cayó  de hinojos  sobre   un improvisado  altar  y  entró en llanto incontenible.  Lloraba  porque el llanto  desahoga, porque  llorar  es  el más claro  pretexto  para entrar  en el oscuro  mundo  de la angustia.   Llorar  nos hace menos   propensos a la  locura   y  es,    muchas  veces,   un  templado  valle   que  nos aleja  del abismo  de lo incierto.  En  ese  horizontal  valle,  el alma   de  Libeth     levitaba; a veces  liviana, a veces pesada;  y sin la fuerza  de  la voluntad,  que  es la única  que nos permite alzar  el  vuelo   hacia la superación verdadera,  ella  había  renunciado  a  su propia  salvación   y  convencida  de que el peso de su conciencia   permanecería  allí por siempre,   se  sometió  al yugo inquebrantable  de la derrota. Ahora andaba cabizbaja  como cuando la  sangre pesa en las  venas  y   la luz  del sol estorba    nuestra mirada.

Matar,  mirar a  los ojos  a la víctima,  apretar el gatillo,  sentir que  el proyectil surca los  aires para  estrellarse en  el cráneo,  ver  los sesos   explotar y el cuerpo  caer  de  bruces sobre  un suelo   hiriente; pero, sobre todo, ignorar  la clemencia  implorada, el miedo  dibujado  en el rostro  del otro  y el dolor  que causa  el fuego   al contacto   con la  piel. Pesadilla  que   pesa a  cada  paso, en cada segundo.  Ya es imposible  despertar  y el horror  de la muerte   irá con uno para siempre    y a todas partes.  

Lo  miraba  cuando cerraba sus ojos, lo miraba también con los ojos abiertos; y como si  eso  no le bastara   a su conciencia  moral,   las  convulsiones  percibidas  en el último momento  las padecía  ella como propias.  El  esplash   del cuerpo   al caer  en el rio y estrellarse en el espejo  de agua, era un   sonido  estridente   que  constantemente  laceraba  su  carne. ¡Cuánto  daría  ahora  por  no haber  disparado  su arma, por   haber abandonado la  idea   de vengar   su dolor  profundo! Había   entrado  en un submundo  irreversible  y oscuro, se había  dejado llevar  por  el  instinto  depredador  que  alberga  cada  espíritu  humano;  y como  en un  viaje   sin regreso   ahora  estaba  en la ruta  de su perdición. “Dios – imploraba  en su mente-   sácame  y  de este laberinto  angustioso  en el que   he caído,  de  este fango  asqueroso   en  el  que  me hundo  inevitablemente. Haz  que  obre  en    el  espíritu  bueno  y  déjame  que  espere con paciencia   tu implacable justicia”.  Y nada   ni  nadie  la  escuchaba; pues,  iba    en caída libre  por  entre  un tubo infinito   que  seguramente   la llevaría  a su propio infierno.  Todo estaba lleno  de rostros y gestos   que imploraban  clemencia,  y  todas las caras  eran  del mismo  hombre. La perseguían  como sombras, como  voces, como murmullos   y  como imágenes.  No  había  rincón  donde el olor    vermífugo  de la sangre  no  se  explayara,  ni   lugar  donde   el  recuerdo  de los  sesos  espolvoreados, como  haciendo   explosión;  la abandonaran.  ¿Cómo huir del  verdugo  acosador  de su propia conciencia?   Oraba  de  rodillas, con  los ojos  cerrados  y   ni un asomo de  perdón,  ni de aliento  que la sanara. ¿Acaso, la habían  abandonado a su  suerte   y dejado a la  deriva   frente   al  juez implacable  de su conciencia moral?  ¿De dónde había  nacido  ese atributo, propio  de los  seres humanos,   de ser verdugos  de sí  mismos  cuando   en un instante  involuntario    nos aborda  el instinto  y  nos abandona la razón?

 Libeth  ahora  desfallecía  en  sus  encarnaduras  y  el  frágil  espíritu que la soportaba  se desmoronaba  en su interior. “Oh  señor, lávame  del pecado, auxíliame  en  mi  abandono  y  no dejes  que el  demonio  se aposente en mí  nuevamente.  Dame  fuerzas  para combatir  esta debilidad  y aliméntame  de  tu aliento   para  sobreponer  mi  espíritu dolido”-  volvía a implorar. 

Tocó  el hilo  frágil  de la locura  e invadida  de  espasmos cada vez  más  frecuentes,  fue  entrando  en un ensimismamiento  sordo  e impenetrable. Parecía  divagar  en otros  mundos  desconocidos   y  como nadie entendía  el  motivo  de su postración, todos   encontraron  explicación  en la  ausencia  de Alex.

 No  se  ha repuesto de la muerte  de su  novio – decían  algunos  que   se atrevían a  explicar su lamentable  estado.

¿Explicar  o justificar? Qué lejos  estaban  de la  realidad  del    motivo  verdadero, y  cuánto  aún más de   la profundidad  de su   trastorno.

De pronto,  en la  vehemencia  de su  abismal caída  surge un ancla  estabilizadora; la   agarra   y la  aquieta, la pone en el  lugar  estático  en el que ella se siente  segura. “calma – alcanza a escuchar- calma” y  no sabe si la voz   viene de su interior  o es un llamado  ajeno. Una paz antes no experimentada  se apodera  de su alma   y se deja llevar   sin oponer la más mínima resistencia.  “calma, calma”  -volvió  a escuchar. Se levantó  de su altar  invadida por una  energía  distinta  como  si la  vida  volviera  surgir  en su  semblante y  tal cual  ocurrió en el  mito  de la transfiguración, ahora  era  altiva  y arrasadora. Una  nueva  belleza  brilló  en sus ojos  y la lozanía   que parecía perdida    floreció  como el jazmín en la huerta.  Se  dirigió  al  viejo cuarto  donde hacia el  amor con Alex,  se  vistió  con las más  bellas prendas,  se aderezó y  salió a la calle  sin  despedirse   ni  dar  explicaciones.  La  abuela   atinó a mirarla por la ventana  y  sin que  ella  volviera la  mirada, levantó  su mano  derecha   e hizo  una  cruz  en el aire. “Dios  te proteja” – refunfuñó.

El día  era cómplice.  Libeth iba por las  calles  abriendo  brecha  con la espada de su  hermosura. Unos   hombres  la veían  con  admiración porque  ángeles  bellos  sobre la tierra  eran escasos,  otros  desfallecían   ante la perfección  de su  redondas nalgas  y  no faltó  quien pensara   que   de  ser prostituta  sería  la más  cara.  En  todo caso,  iba  como  el viento   acarreando  follaje  y como  el  huracán   derruyendo  todo a su paso.

Ella  sabía  que   era   hermosa y  aunque  nunca   había  explotado su condición, ahora    tenía  la certeza   de que  era una  ventaja  enorme;   pues  el  mundo   rinde  homenaje  a la  estética  perfecta  y a la silueta  delineada  y curvilínea. En  ella    era  rebosante.  Ojos  bellos  y  misteriosos, labios  delgados  y  rosados,  boca   y sonrisa  angelical,  orejas  pequeñas,  senos  voluptuosos, vientre  delgado,  muslos  bien torneados,  estatura  regular, cabello  largo, brazos  delgados, manos delicadas;   y el  andar  que  era  como  de potra  de paso fino.  En él   había   el vaivén de la   elegancia  y la  tonada   del ritmo  regulado. Su  música  era suave   como su piel, siempre dispuesta  a la caricia  coqueta  e insinuante.

En  ese   riesgo abismal  de la belleza, Alex  sucumbió  y pagó con su vida la osada  idea   de hacerla suya

Ahora  sin Alex  en el  mundo  terrenal, con  casi veinte años cumplidos,  adornada    de la belleza  natural  que la invade causa  envidias y  admiraciones.  Con el pensamiento  de que matar  era más fácil  que hacer el amor; tomó  la  decisión  de ser  ella  misma y  obedecer  las pulsaciones  de su más íntimos  deseos. Entonces  buscó  al Calavera  y  se valió  de    estratagemas insospechados  para  encontrarlo.  Recurrió  al parche,  a las  peligrosas calles  donde solía    refugiarse, a las  barras   donde   acudía  a beber  con sus jefes  y hasta  en los putiaderos  donde  se sabía  que compraba  sexo. Pero, el Calavera  es  así:   desaparece   hasta cuando le da la gana y vuelve.  Cansada  de   esa búsqueda, vuelve a casa   y la  abuela  la  espera  despierta  hasta  altas horas de la noche.  Ve que entra  y  se va a su  cama.

Al otro día,  no   ha  terminado  de amanecer   y  tocan la puerta con  estrépito.

Me dicen   que andás  buscándome. 

Es  el  Calavera, que trae  cara   de  desastre.  Libeth   abre la puerta, lo invita a pasar  y sin  quitarle los ojos de  encima  se  lanza sobre él  y le  abraza   efusivamente. Él  no  entiende  y con la timidez  de un hombre  confundido  le  responde  el abrazo, pero  no con tanta  efusividad.

Cala  - le dice con tono cariñoso-   quiero trabajar con vos.  Estuve pensando que  mi  vida  tiene  que ser como la tuya.  No  aguanto más  esta hipocresía,  el mundo  se  está pudriendo y  vos y yo  tenemos que hacer algo.

Parcera –responde-  no se  meta en este infierno. Usted  es  bella  y tiene  el cheque en la mano   pa´ que  lo cobre  por el valor que quiera.  No  sea pendeja.

No, no.  Vos,  no me has  entendido.   Yo quiero  ser  sicaria.

La  frase  sonó lacónica pero también imperativa y     sin  decir  una palabra   la  tomó por  los muslos desnudos  y la miró  con tristeza. Se  levantó  de donde  estaba sentado,  caminó  hasta la puerta y  al salir, mirándola a los ojos  como lo hacía para  disparar  a la cabeza  de su víctima, le dijo: “ser sicario es el oficio más  hijueputa”, y se fue.

Libeth  sintió  que su corazón palpitaba a mil  y aunque   las palabras   del Calavera  hacían aun eco sordo  en sus oídos, se  aseguró  de  defender   su  decisión  con  terca abnegación.

Se  dio las maneras  para  llegar  hasta la  escuela  de sicarios  y  aunque   no   estuvo  mucho tiempo  allí,  aprendió a disparar  revolver, pistola, changón y  metralleta.  Entre  esas  posibilidades  se  volvió  especialista  en  pistola  y prefirió  usarla  siempre con silenciador.

Pasó  poco tiempo  para que   los jefes  la  buscaran y le  encargaran  hacer   sus trabajos. Igual, había que probar  finura;  y ella  lo hizo  limpiando  algunas calles   cercanas a  su   casa.  Sabía  y conocía  a los inservibles   que  se aposentaban  en los parques  aledaños a  fumar vicio  o a robar, y por  allí  empezó. Se cuidó  de no  dejar  huella  y  se  aseguró  de que sus  muertos   estuvieran  bien fríos  antes  de irse.   Así,   además  de  impactarlos  con un tiro  en la frente,   les    cortaba  la  aorta  en el cuello  para  que   se  desangraran.

Cuando  los días   pasaron, en los parques   cerca a su casa  un ambiente  de zozobra  se tornó constante. Los   recicladores y viciosos   desaparecieron  de esos lugares como por arte  de magia  y una  tensa  tranquilidad  se  empezó a  respirar.  Nadie  volvió a salir   muy  tarde de la noche  y  los parques  parecían  sitios   habitados por fantasmas.

Los   aderezos   y el maquillaje  le   venían perfecto.  Al  salir,   un  terremoto  se   apoderaba de las calles y en los clubes y discotecas    no había  quien   se ahorrara comentarios sobre su belleza. Pero, ¿ella qué pensaba de sí misma? No parecía  alardear  frente  a su  espejo; por el contrario,  se quedaba  estática  por largos   minutos  y  con ojos inexpresivos  parecía  enjuiciarse severamente.  Algunos  gestos  notorios  en sus  cejas  o en el  delicado  mentón   revelaban   la  radicalidad  de sus  sentencias.  Más  bien,  daba la  sensación   de  estar  organizando  todo un  desorden mental  que  llevaba  años  constriñendo  su  cerebro.

Esa noche  salió  temprano  y  al borde  de la esquina  un  carro  elegante la  esperaba.  Lo abordó  y un hombre   negro  de  complexión austera   le  ayudó  con la puerta. Le  gente la miraba,  pero   a ella  eso  no le importaba.  Llegaron   a un hotel  en el que pronto un señor elegante la recibió, la tomó por el codo y  ejerciendo  una leve  presión, la condujo  al  ascensor.   Llegaron  al piso  13  y  en un  pasillo  enteramente  vacío  empezaron a besarse con  desenfreno y pasión. Él  puso  sus  manos  sobre sus  senos  y los  estrujó  bruscamente, ella    la  suya sobre  el montón endurecido en medio de sus piernas  y un ruido  estrepitoso  de aires   y  respiraciones  desbocadas  irrumpió.  Entraron al cuarto  con las ropas rasgadas y sin  dejar de  morderse los labios,  con el cuidado  de no herirse. Entonces,  los cuerpos  desnudos  cayeron  sobre la cama  y la  lucha  fue  voraz. Él  estaba encima  unas  veces, luego  ella;   y sin que tuvieran  afán   se  turnaron  las caricias   y  dejaron  a sus  manos y sus labios  el olor y el sabor  de sus encarnaduras.  Toda el agua  del mundo  no saciaría esa sed  ni calmaría   esa furia. Cuando llegó  el momento, se sintieron  explorados por dentro y la suave sensación  de  estar  el uno  en el otro; los calmó.   Solo   entreabrían  sus ojos  y  se  arrimaban sus  rostros   levemente; hasta cuando  el  torbellino  se avecinaba  y el huracán  los invadía. Una  fuerza poderosa   empezó a irrigarlos   y agarrados  con sus dientes solo de su labios, la fuerza  se  tornó fría  al punto  de la congelación  y un  suspiro que parecía más un grito callado; los  desamarró. Tuvieron  la  impresión  de que  morían y  resucitaban al instante y cuando  recuperaron  su  consciencia  se  dieron cuenta  que estaban  empapados por el sudor y el líquido  seminal que no alcanzó  a entrar en ella. No hubo palabras   ni gestos.  De pronto, todo  era calma, silencio, ausencia  y como  ocurre siempre, él  se levantó primero  y ella  lo miró  entrar  callado  en la ducha. El ruido  del agua  saliendo  por la llave  le recordó  que  una  vez más  su  mente le había  traído  la imagen  de Alex  sobre su cuerpo y que  no  era  el  extraño  quien la poseía   sino  él,  desde quien sabe que dimensión.  Cobró  el dinero  por su hazaña  y  se marchó  sin decir nada.

El  hombre   del  carro  la esperaba  y  como  al principio, le ayudó  con la puerta  y la  devolvió  a su  lugar.

 La  noche  era  joven y en su  calle  había  algarabía.  Un   montón  de gente  estaba apelmazada  enfrente   de su rancho, con  baldes y  mangueras  tratando  de apagar el fuego  que  devoraba sin piedad  las tablas y la  esterilla.  No supo qué hacer  ni qué  decir.

Una   señora  gorda que  estaba  empijamada  como  para un concurso  de adefesios,  le     informó  que su  abuela  fue llevada en una ambulancia   hasta   el  centro de salud y que  una  lora    que   expectoraba   insultos   había  muerto   achicharrada  por las llamas.  Libeth  conservó la  serenidad  y se quedó para ver  como  las  llamas  derrumbaban  todo. “Nada   pudo  ser  salvado”, le dijo  la  señora. La  frase   sonó  a sentencia  y aunque  quiso pensar  que  también  se refería a ella, obvió el sarcasmo  y esquivó el juicio.

Al llegar   al Puesto  de Salud,  una  enfermera  la  atendió   amablemente  y le  sugirió  que  esperara   sentada en el pasillo.  Ella obedeció.  Unos  minutos  después,   un doctor  calvo de  avanzada edad,  apareció por el fondo de un  corredor  en penumbras.   Su voz  era  estéril como su  mirada  y aunque  vociferaba  en vez  de hablar,  logró  entenderse  que  la anciana  acaba de morir. Libeth  exhaló  profundamente  y algo pasó  dentro  de ella  que  nadie  pudo interpretar.

¿Qué  debo  hacer  ahora?  -preguntó.

Las instrucciones  fueron  claras  y  en orden. El médico  firmó un  formato  que  entregó  a la  enfermera  y  con seca entonación  le dijo: “encárguese de todo”  y  mirando   a  Libeth, “era  lo mejor para ella”- refunfuñó.

Libeth  siguió a la enfermera  por el pasillo  en penumbras  y  tuvo la sensación  de entrar en un laberinto.  

El Calavera vino  a  decirle que   estaba para ayudar. Trajo  el ataúd en  carro fúnebre y se  apersonó  de todo. La  señora María   vino  también con sus  hijos y ayudaron  en lo que pudieron.  Estuvieron   casi hasta el amanecer   y luego  se marcharon.

 El  sepelio   fue  a las tres  de la tarde   de ese  mismo día  y aunque  muchos   asistieron, al final  Libeth  quedó  sola.  Tuvo  ganas de llorar y no lloró.

A los pocos días,   vino a  la  invasión  solo  con la intensión de confirmar  la  dimensión  de  la  desgracia y al  ver que  de su  rancho  solo habían  cenizas,  le  dijo a la  señora gorda   de la otra  noche   que  hiciera  con  el lote  lo que  quisiera.  Salió  de  allí  sin un  resentimiento ni  remordimiento y ésta fue la última vez.

 Los que la vieron marcharse  pensaron  que  en vez  de corazón  tenía una piedra   y  nunca más   supieron  de ella.

Oiga  joven – dijo un viejo al Calavera-  esa niña  es muy  extraña.

Él  no hizo caso y siguió  su  camino.

Libeth  volvió  a aparecer  de la nada  y  aunque   las cosas  no habían  cambiado,  recordaría  siempre  el llamado  de su conciencia moral.  Aparentemente  venía  tranquila  por las  calles, mostrando la  rimbombancia  de  sus  nueva postura pero la voz  estaba allí  como la  sombra  que la  acompaña  siempre.  La voz  era  difusa y con  extrañeza  se  explayaba en su cuerpo como cuando una descarga  de corriente eléctrica  alcanza  la piel.  Ella  reacciona  y en el impulso de su reacción  alcanza  la lucidez  de  otros días.  “No  debo  dejarme  morir por  esto”, piensa  y con la  resolución  con  que había   disparado  el arma  contra  el cuerpo  del  asesino,  se levanta  de su postración   y asida   a la fuerza   que la conmina,  sale  por  fin  de  su abstracción.  El milagro  de la transformación  se da  en ella  de la misma manera   que  en  sentido inverso el  mal  había  actuado  sobre sí.  Pletórica, segura  y  resuelta  vuelve  a brillar    en su propia luz y  esa  oscuridad que la opaca, lentamente  se va  diluyendo.

Su vida   adquiere una textura  nueva y   en la  medida que  los días  avanzaban  hace  que  su  existencia  tenga    una intensidad  distinta y avasallante.  Cualquiera  pensaría  que  estas cosas   no pasan  en realidad, que lo que ocurre  es  mera  fantasía  o que  la  forma  de ver el  mundo    no  es  más  que  relativismo  rampante. Lo cierto  es que    lejos  de  su  menoscabada  presencia  de antaño,  se encuentra ahora   una  delicada lozanía  que  la  hace  ver  angelical.  A la vida hay que ponerle intensidad y coraje”, piensa;    y  eso  es  normal en ella.

Al otro día,   se levanta inmaculada  y pletórica.   Piensa  que habría  podido  desarchivar  la Libeth  de esos días  en que  con  entusiasmo iba  a las conferencias  de su pastor   evangélico o a los cultos  en los que cantaba alabanzas a Dios, pensó  también  en que  los días   con Alex  eran parte  del pasado y aunque   recordar    sus orgasmos le produce   escalofríos  en la piel;  no  deja  de  sentirse renovada  e impulsada  a iniciar una nueva vida.  Se viste  con el  desparpajo  de una jovencita  normal:  minifalda  bien  pegada a sus caderas,  un  top  que le deja  ver su hermoso vientre  y  un  descote  que   tornea   sus  exuberantes  senos. Mirándose al  espejo, se da cuenta  que    es hermosa  como ninguna   y  que  en ello   está   la  real  veta  de su tesoro inexplorado.

 La primera vez que va a la calle  vestida así, lo hace para poner a prueba  su vanidad  y la  osadía   de los hombres  que deambulan por allí, en busca  de  ángeles  que como ella satisfagan sus ímpetus  hormonales.

 La prueba  es  exitosa  y a pesar  de esperar con modestia  que  algunos la miraran,  lo que logra  es detener el tráfico en la autopista  y  desconcentrar  a  muchos  que con ella se cruzan. En las  mujeres  despierta  la envidia  normal, propia de su especie. Camina al vaivén   de la brisa  fresca que   a esa hora baja por bocanadas  desde lo alto  de los Farallones  y  aunque   no tiene  prisa;  pues iba  hacia  ninguna parte;  su  andar  es   moderadamente  ligero.  Se da cuenta  que   la miraban  de todas maneras  y    comprendió   que    todo entra por los ojos.  Su apariencia     coqueta  y  descomplicada   ahora  no es producto  de una  azarosa determinación   sino   más bien la respuesta  a unos  requisitorios  impuestos  por una  sociedad   conminada  por  la valoración   de las formas   y  encantada con lo visual.  Ella  es forma  y para ser   agradable  a la multitud, aceptada y valorada, se  esculpe sin  miramientos  ni  reservas. El  “fondo  se puede ir  al carajo”-piensa.

Deambulando por el  mundo  de las formas, va  sintiendo  los  arañazos  de la idolatría  y con ellos no puede  evitar pecar  de  vanidosa y  fútil.   “La  meta  es que me adoren  y  en el peor de los  acontecimientos, que  me invoquen. Al fin y al cabo,   ser hermosa es una   condición para  ser feliz”. 

La  reflexión  no era tardía


               LA MUERTE DE “EL CALAVERA”

 

¡Uy, parce!  Todos preguntan  por  el Calavera.  Lo están buscando como aguja en un pajar.  Dicen   que  lo van a matar.

No.  A ese man  nadie lo puede  matar.  Está  rezao.

Y la  tarde parecía  como un paisaje dibujado, en el que las pinceladas  del  estupor y el tedio  se  delineaban  dando una  relevancia pragmática  incontrovertible.   Del   color  rojizo  de la tierra  salía un  hilo de  vapor  casi  transparente  que conjugaba  perfecto con el cobrizo  tenue de los ranchos  en hilera sobre  el  filo del peñasco.

Dos  hombres   que  venían cruzando     por el centro  de la cancha, manoteaban  de manera  estrepitosa  y otros  que   estaban  sentados  al  extremo  de ella  les respondían  con  los mismos ímpetus.  Casi al  instante    en que  unos  terminaban, los otros  respondían   con un manantial  de señas. Otra no podía  ser la razón sino la de que El Calavera  se acercaba al caserío por el lado norte. Pero él,  venía  dando   pasos   con la seguridad  de siempre, envuelto  en ese hálito  de respeto  que  todo   asesino  infalible  ganaba.   Un grupo de niños  lo seguían a cierta distancia   y  como  siempre  ocurría,  se sentía observado  desde cada  rancho.

Ahora  venía  vestido como el día  en que   enterró a Alex  y  no traía  la tristeza  en su rostro  sino una  leve  sobra  de preocupación.  Por la  estatura que tenía  y la  flacidez  de su cuerpo, se habría  creído  que  su origen   no era caleño. 

Se dirigió  por  los   estrechos  pasillos  del  caserío y  al  llegar a la puerta  del  rancho de su abuela,  miró  hacia  atrás  esperando  encontrar   a alguien;  pero todo estaba solo. Ni  los  niños  estaban ya.  Se sentó  en la vieja  silla mecedora   de la sala y  casi  muere del susto  cuando   escuchó  el grito  de su vieja:

No te sientes allí, hijo.   No ves  que  en esa  se sienta  la muerte  a esperarme.

Hizo  caso omiso  de aquellas  palabras  y  se fue a su  cuarto pensando  que  ello era insensatez.

Recostado  como estaba, parecía  un cadáver  de largo aliento y  sin cerrar   bien lo ojos  no  dejó  de pensar  en su  extraña vida. Recordó   su infancia con  el parche,  la  sonrisa  de Alex el día que mató  al presidente, el beso  de Libeth  en los labios y lo sola  que  quedaría su abuela  si a él  le pasaba algo.   Esa  sensación de  vacío, de carencia; lo hizo  estremecer.  Entonces  desenfundó   su arma  y la  dejó  sobre  la  vieja   mesa  al  lado  de la tarima.  Se  sintió  atrapado  por   el sueño   y  sin  que   su  voluntad  se resistiera,  se dejó llevar.  En el fondo de algún  desconocido  túnel   se oía   el  ruido de algunas tapas  de olla caer, la  voz  quebrada  de su abuela  que   refunfuñaba improperios   y   el  ruido de  varios  disparos  muy distantes.  No supo si la sensación   de un temblor  en su rancho fue  real o producto  de  su  viaje  por el ensueño.

Lo  despertó  el olor  sangre fresca,  al que estaba tan acostumbrado,  y  la fragancia  a  mierda  que invadía  su  casa. El arma  estaba  en  la  mesa  y  aunque la vio no  la tomó.  Dio algunos pasos   en dirección  de la cocina  y sobre  el piso  encontró  las ollas   y  tapas   revueltas, la sangre   haciendo  una  especie  de riachuelo  hacia la puerta y a su   vieja  abuela  tirada  boca  abajo, con  las tripas  deshechas  en su manos.  Sus ojos  estaban  fríos  como el hielo  y su pobre  cuerpo  tieso  como  un riel.  Se desbordó  su alma  y con él  su  largo  cuerpo.  Cayó  como  una  pesada roca  sobre sus rodillas  y desalojado  de todas sus fuerzas, se abrazó   con ella  en una  escena de  profundo dolor. La  sensación   que  tuvo  en ese  momento, al  tocar  la piel  indefinible  de ese cuerpo,   le hizo entender  lo poco  que valía  la vida   de las personas.  Vino  la  revelación  en la que  visualizó  todas las  muertes por él  causadas  y  no pudo contener el vómito.  Abrazado    al cuerpo    de la abuela  y sin  la  claridad  de  siempre,  permaneció por unos  minutos, hasta cuando  los  niños    en la calle  empezaron  a gritar.  Eran  gritos  de  miedo,  de angustia, de zozobra.   El  calavera  se desenganchó  de su  dolor  y  siguiendo   el  bramido infantil  y lastimero,  se acercó  hasta   donde ellos  estaban.    Tres  hombres, los  que  antes   hacían  señas   en  la cancha,  estaban  tirados  en el  suelo acribillados por las balas,  que  habían    espolvoreado  su  sesos.  Unas  señoras   negras y  robustas  estaban    arrodilladas  junto a  ellos  y  sin poder llorar, gemían.

Levantaron  los cuerpos  sin asistencia   judicial y  los  llevaron a un sitio  común  donde los  velaron   en  grupo. Las  cantaoras   entonaron  las   tonadas  tristes  de  otros  funerales   y un pastor  evangélico  les ungió  bálsamos y  aceite.  El  Calavera   estaba    cerca  al  cuerpo  de su abuela  y con él  Libeth,  los  hermanos  de Alex  y un pelao  que le decían  “el Chinga”.  No  había  asomo  de  tristeza  en  los  ojos; pero    una  ligera  rabia   que  brillaba como  fuego.

 Sabe  qué,  Cala;  a los que  hicieron  esto  los vamos  a quemar  vivos, parce.

Y  él  levantaba la  mirada  para   ver  al interlocutor  que  prodigaba  la  amenaza.  El Chinga   tenía  la manía  de  que   cuando  hablaba,  su  boca   se retorcía  y  las manos  hacían  gestos  desubicados  y  pueriles.  Era  tan  asesino  como él   y  peligrosamente  traicionero.   Tenía  en su haber  más de treinta asesinatos   y  su fama  no  era otra  que la  de dispararles   en la boca.  Era  amante  de la tortura  y  se sabía  que   a las  mujeres  que lo traicionaban   les  arrancaba los  senos   con su cuchillo. No  era feo  de presencia, pero  su alma era oscura como la noche. A Libeth  le  agradaba  la  cara  de ángel  que  tenía   y los  muslos  bien torneados  que  lo sostenían.   Con las   niñas  era bien  y  entre   comentarios   bajos   y  socarrones,       afirmaban  que era buen amante.

 Parcero,  lo dejo. Mañana  nos vemos  temprano  y ya le traigo   datos  de los  fallidos.

Se  despidieron  sin  decirse  nada y   Libeth  salió con él. Caminaban  sin hablar  y  aunque  se veían  bien  como pareja, la conversación  fue otra.

Ayúdame a  buscar  a los   patrones  de Alex – le dijo con acento  imperativo.

Dejá  eso quieto,   parcera, que el Alex está frío  y esos  manes son tusas.

Vos  solo dame los datos,  que  yo hago  el resto.

Sabe que  bella, yo  los  consigo  y te los doy. Pero  no me vaya  a enrumbar, que  vea…. ( hizo un gesto con la mano  en el aire; como  cortando  caña  con un machete) ¡Paila!....

Yo  te entiendo, Chinga.  Vos  sos tapia  y yo  mutis.

Cruzaron la  calle  y a los pocos  metros  se  separaron. Libeth  de dio un beso  en los labios  y él  siguió como si nada.  Ella  esperaba una  respuesta y él   se la dio: “con las mozas de mis parceros,  cero” – le dijo.

Las palabras  de Libeth    hacían  eco  en sus oídos  y  le habrían  taladrado  el alma  si en la  esquina   no aparecen   los  del grupo  o parche como  le  llamaban. Eran    siete, vestidos    con  los   jeans   rotos y colgados abajo  de sus nalgas, las  camisas   estampadas  con  calaveras, cadenas  gruesas  de plata y  pulseras  de cuero  con  triángulos  metálicos incrustados. uno  de ellos  llevaba una  cajita  musical  para    memoria Usb  que  al momento     entonaba  cantos de  rock  pesado,  era Kraken  y su  banda.   Se    saludaron  como lo hacen  los jóvenes  modernos;  choque  de manos,  beso en la mejilla, y luego,    tomaron la dirección   que él llevaba.  A tres cuadras   se sentaron  sobre el  andén, bajo  el  fresco  árbol  de  carbonero  y  ahí   se  fumaron  sendos  cigarros  de marihuana.  El  Chinga  le dio  un pasón  doble  y  al  aspirar el humo, subió lento  a las  nubes;   en donde permaneció   abstraído  y   pasmado; poseído  de un  aletargamiento   parecido al insimismamiento.   En la  extraña posesión de deleite,  alcanzó  a  murmurar   algunas   cosas  que Libeth   le dijo y  sintió  que  su pantalón  se  mojaba  en la cremallera.  La imaginó  desnuda   y sobre su espectacular cuerpo, él retozando   sin otro miramiento  que el  de   su goce  pasional irrefrenable.  Deambuló por sus  senos   y  cabalgó  por su vientre  con  la  convicción  de que    lo hacía con la mejor  de todas  las niñas. Se deleitó  transcribiendo sus  gestos  de la lozanía  de  la  mueca y del  silbido  extraño  de su respiración  agitada  hasta  el  terremoto  arrollador  de sus   glúteos  golpeando  duro  en sus  testículos.  Al   punto  del clímax  experimentó   otra  sensación  sublime: la  de  estrujar los redondos  senos  con  toda la fuerza  de sus yemas  y mirar  que  en su  rostro  no había   sino  deleite  y  fascinación total.  Alcanzó  a   sentir   sus  besos  fríos  y su  cuerpo  enlodado  en un sudor salino, que  daba la  textura  lisa  de un  pescado  acabado  de  sacar  del agua. Un gemido  expiró  desde la ultratumba  de  su  excitación. “Ay, amor  que delicia” y   la voz  pareció pronunciada   con el último  aire  entrecortado   de sus pulmones. Finalmente,  cayó  con fuerza  sobre su vientre y su pecho  y un  reguero  de  líquidos babosos se  explayó  entre sus muslos.  Las palabras  cayeron  en el vacío, y el silencio  y la  quietud  emergieron entre la  desnudez  ya  desahitada  de su pasión.

Cuando  salió  de  su  abstracción, El Chinga pudo  mirar  que sus  compañeros   todavía  no   abandonaban  el submundo  a donde habían caído  y tuvo  que  esperar  mientras una   canción  de Fito Páez  sacudía  el  débil   bafle  que  yacía  abandonado.

Pensó  en Libeth  y  no  dejó  de  detenerse en  sus  admirables  glúteos, la curva    perfecta  de su  delgada cintura  y la  suavidad con  que  sus labios  producían  los besos.  Rozó  su índice  en su boca  y palpó  la dulce  sensación  que ella había  dejado,  escrutó  el rastro  de su beso y un  escalofrío  mortuorio le recorrió la  espalda.  El  terremoto   emocional  concluyó  cuando  una patrulla  de la policía  paró  en frente suyo.

Haber pelaos,  piernas  abiertas y  brazos  arriba.

Ellos obedecieron  y  tras una  lánguida  requisa y haber  vaciado  el dinero  de sus bolsillos,  se marcharon  sonriendo  en dirección  contraria a la que habían llegado.

Policías   maricas – dijo uno  de  ellos. No son   sino unas ratas, malparidos.

Recogieron  la  cajita  musical, deshicieron las  colillas de sus  cachos  y volvieron  por donde   llegaron.

Si  ves  al Calavera, decíle  que  lo  estoy  buscando –expresó  el último  de  ellos. Era un     jovencito  flaco, de  brazo  largos, plexo  cuadrado, cabello  crespo y  cara  redonda;   que   caminaba  a la  sazón  de una  garza.

Y vos, pa’ qué  buscas a  ese man -  respondió  el Chinga.

Asuntos  míos y  de él – concluyó.

Con el tono  como lo dijo   no había   asomo  de  anormalidad, pero  al Chinga  le pareció  raro   que  alguien  del  porte  y la inexperiencia  de  “El Porche”  tuviera  asuntos  de los  que  no era permitido hablar. Le llamaban  El  Porche  porque    siempre  decía que  con  el   trabajo  más  grande  que hiciera, lo  primero   que compraría   sería  un “Porche  negro, dos puertas  y  con un  motor  de los mil  demonios”. “Me levantaría las nenas” – agregaba.  El “me levantaría”  sonaba  a exclamación  profunda  e imperativa.

El  grupo  se diseminó  antes  de llegar  a la cancha polvorienta  de la invasión y   el  Chinga  fue  en  busca de    refugio   seguro.  Su  rancho     quedaba  a cincuenta   metros  del  que fuera  de Libeth  y  ahí  vivía  con  su madre  enferma  de vejez prematura  y una   hermana   de    diecinueve  que  se  dedicaba  a la prostitución  y al  expendio  de  bazuco   en los  semáforos  del Centro. Su vida  era normal  y  aunque   no  desayunaba   tostada  con  agua de panela,  ni   había  comido   rondallas,  su  aspecto   era  de  muerto de hambre. En  la soledad  de su  cama- catre  pensó  sin afanes   que   un  día   tendría  una casa  como la que Alex  le dejó  a su madre  y  que  andaría  en  un  auto  lujoso como los  de las películas. Y fue  más  allá  de  sus pensamientos,  se  atrevió  a soñar    que llevaría   su  madre  a  un tratamiento en  Estados  Unidos, para que  la curaran  de su  enfermedad.  Nada  habría  que  no pudiera  hacer  una  vez  probara  finura   con  el trabajo  que le habían  encargado:  matar    a  jefe  de  escoltas  del Capo   del Clan  de los  de Buenaventura. Ese trabajo  le daría para  dos  cosas  y la  otra  esperaría    algún  tiempo; pero, lo lograría.

Están  buscando  al Calavera para matarlo  - le dijo  su madre, desde   la cocina.

A ese man  no lo matan.  –respondió.

Lo  digo para que  no  ande con él.  No  quiero  enterrarlo  tan joven,  mijo.

Sabe  qué, cucha.  El Calavera  está  rezao.

Las balas  no respetan  eso. Mire   el Alex. Un pelao  que producía  miedo  con  verlo,  que  se atrevió  a matar  un presidente  y …. Y  todo pa’ qué. Pa’  que   sus  mismos  jefes  lo manden a matar  con quien  menos pensaba.

El  Alex  se confió cucha. El  Calavera  es  una  liebre que    no  confía  en nadie. Por  eso  anda solo. No confía  ni  en su sombra.

La conversación  habría   seguido, pero  la  señora   cruzó  la puerta y  se marchó. “Yo  solo le digo  que no ande  con él”. – culminó.

Él  semicerró los ojos  y por los  espacios  que    quedaban  entre  las  esterillas  de su  rancho,  vio a su  madre  cruzar  la  cancha, que a esa hora  estaba  desierta. Caminaba  como una  anciana  octogenaria, a pesar  de que   tenía  solo  treinta y seis.

Al  fondo, en la  calle que  lleva  a la  utopista,  una  patrulla  de la policía  va  con  la  sirena  encendida  y  un  montón  de gente corre  detrás.  “Otro muerto”- piensa y   decide ignorarlo.  A los pocos  minutos,  la  gente corre   despavorida  por la cancha  y  un   mundial  de  voces    se confunden ,la algarabía  es  absoluta  y   varios  disparos   suenan.   Muchos  alcanzan a  internarse  entre  los   ranchos  y otros  a    darle  vuelta  sobre la  periferia   del  lugar.  Todos   están jadeantes  y con  los  rostros  lívidos  de  miedo.

 Chinga, Chinga;  abra  esa puta  puerta  que  nos matan.

Él  abre  con   parsimonia, primero  percatándose  de quienes  son: eran   los  del grupo.

¿Qué pasa, pendejos?

El  Calavera y la tomba  se están dando  bala. Ese man  mató a dos  y  se les  escapó. 

¡Puta  mierda!....ahora  llegan  todos  esos malparidos   a  jodernos.

La  expresión  jodernos   tenía   una  entonación  de angustiosa rabia  y  seca desesperación.

Entonces, llegó  su  madre  como  si nada  hubiese pasado. Abrió la puerta  y   aunque  en  ellos radiaba la  confusión  dijo: “ese Calavera es el mismo  diablo”.

Todos  quedaron   en silencio.

A  renglón   seguido  apareció   Libeth  que  venía   en   short  y  una  camisilla transparente. No estaba  maquillada  ni peinada   y  aun  así   se veía    hermosa y  radiante.

 ¿Alguno   de Ustedes  ha visto   al Calavera?

No  -contestaron  en coro.

Yo sí  - dijo la  anciana. 

Y todos la  miraron, esperando  que continuara.

¿Dónde? – preguntó Libeth.

Él, cuando  mata  o se siente perseguido  se  esconde  en  esa  mazmorra  que  construyeron  los sicarios  para   descuartizar  los cuerpos  de los indigentes.   Esa  que  está  en  la madreselva   cerca  al farillón  del río.

De los  del grupo, sólo  Libeth  lo conocía   porque   allá hizo sus  ejercicios para perfeccionar  el  degüello  en  sus  víctimas. Ensayó  en  varios  cuerpos   muertos   que  sus  amigos  le llevaban.

Voy  - dijo,  y  se marchó.

Los otros  se quedaron  perplejos.  Uno,  porque   jamás   habrían  creído  que   cerca  de ese  lugar  hubiese    un  sitio  dantesco  como el  que  acaba  de  mencionar. Dos,  porque ¿cómo  sabía  la  madre  del Chinga  de la  existencia de   ese lugar?   y, finalmente, ¿cómo  es que siendo  sicarios  de la misma escuela  de Libeth y Alex,  no lo sabían? Tarea para  resolver. Y  la  resolvieron.

El   lugar  había  sido  estratégicamente   creado para   practicar  las distintas  formas   de   desaparición  de   cadáveres y  ejercitar  las  distintas   huellas  digitales   de  los   asesinatos  de cada sicario.  Era  en  los  cuerpos  de  los  indigentes   en  donde   perfeccionaban    pruebas  de tortura, improntas  especificas   o  definían  el  sitio  concreto  donde  pegarle  el tiro  a la  víctima.  Estudiaban  la  estatura   tanto  del occiso   como  la  propia  y  determinaban   el  ángulo  de disparo  y  la  distancia   que  les    garantizara un   final  perfecto.  En  cuanto  a  cómo ella  sabía  de su  existencia,   luego  de los   asesinatos  los  sicarios   llevaban a sus  amantes  a  ese  lugar   para  tener   sexo  hasta  quedar  exhaustos.  Ella   había  sido  amante  de varios  de ellos, incluyendo  al Calavera. Y, finalmente,  allí  solo iban  quienes  habían  alcanzado  cierto   nivel   de  fama  por su  condición  de “Ser  sanguinario”. En  todo  caso,  el  sitio  era  tan  oculto  que    pocos  conocían cómo  llegar. Entre  ellos,  era  considerado  un  secreto  inviolable;   quien  lo develara, pagaba con su vida.

Varias  patrullas    y   grandes   camiones  con soldados  del  Ejército  nacional  llegaron por   esos días  en que el Calavera  masacró  a    los policías.   Lo  buscaron  por todas partes   y   no  lo  encontraron.  Pronto   dejaron  de hacerlo  y la normalidad retornó   con  su  cara imperturbable. Los  niños  descalzos  jugaban  en la cancha polvorienta,  las   señoras      charlaban  en los pasillos  estrechos,   varios  hombres   negros    jugaban  parqués  en una  esquina  y   un  grupo de  jóvenes   soplaban    marihuana   debajo  de la Ceiba,  en el otro  extremo  de la cancha. Libeth  salía  muy  temprano   todos  los días,  siempre  con  un  hombre  diferente, y  volvía   cuando  la  noche    era  madura ya.

Una  tarde, cuando   los del Grupo   estaban    amparados   a la  sombra  del Carbonero,  fumando     bazuco  y  metiendo  pepas, vino  la  misma  patrulla  de la policía;  pero  no  los  requisó.  Llamaron   aparte  al  Chinga  y el  Porche, y  luego  de cruzar  algunas palabras   se  marcharon.

  A nadie  le pareció  previsible  el  acto  y  todo quedó pronto en el olvido. Sin  embargo,  ellos  siguieron  balbuciendo   palabrejas   y hablando  en clave.  Los   otros   no  le dieron  importancia y la vida    siguió  su camino.

Ahora  Libeth  cruzaba  los  espesos  matorrales   que  ocultaban la mazmorra  y  jadeante    por los  esfuerzos  que hacía para  zafarse  de las yerbas,  llamaba  con   tono muy  suave  al calavera:  “Cala…. Cala… ¿dónde  estás?”

 Y  de la  espesura  de un   montecillo  de   casi  tres  metros   emergió   una voz  ronca  como hecha a la fuerza. “por  acá, parcera”.   Y  entró  en lo inhóspito. Dos  garzas  bancas   alzaron   el vuelo  y un chillido  de pájaros  se  escuchó.  Ya  en la madriguera, Libeth  y el Calavera  se encontraron solos.  En él, los  ojos  brillaban como  soles    y   en ella  las manos  temblaban  sin control. La besó en la frente  y  en las  mejillas y  sin  encontrar  en ella  resistencia  la  abrazó   poderosamente. Empezó a llorar.  Entonces,   recordó a Alex  y  sus   lloriqueos  inconsolables  después  de matar,  los  largos  ratos  de  sexo  que  tenía  con  él  para  apaciguar  su angustia  y  sin  más   miramientos   se  desnudó    en  su cara  y  se  entregó  entera  a él. La   lucha    cuerpo  a cuerpo  fue  voraz y  despiadada,  se habrían  aniquilado  si  el orgasmo  de ambos    no  hubiera   aflorado   en un  quejido  de él  y  en un grito  de ella. Luego  fue  solo  silencio.

Él   salió  por un lado  y  ella por  otro como   si  fuesen  dos  extraños.    Ya  en  al   límite  de la  madreselva  que  separaba  el   caserío  de la calle,  el Chinga  y el Porche   los  esperaban  sin  quitarles   las  iradas  de encima. El Calavera    los  saludó  con un  gesto  y Libeth  se  detuvo  a  hablar  con ellos.

 Cuídese  parce,  las liebres  lo  están  buscando  - le  dijo  el Porche.

Él  siguió     sin  mirar   atrás    y   su  única  reacción  fue    mover  sus   hombros.  Libeth   lo  siguió  con la mirada   hasta cuando  se  perdió  en la distancia.

Una  camioneta  de  la policía  los  abordó  y  ellos subieron  en ella,  pero  tuvieron cuidado  de no  ser vistos.  La patrulla  arrancó   despacio y  se perdió   en la   infinitud  de la autopista.

El  Calavera  debe  morir – dijo  el comandante que iba  sentado  a  la  derecha del conductor-  y  la única  manera  es que Ustedes  lo hagan.  Son  los únicos  que  pueden  estar  cerca de él y  les  será  más  fácil.

Y  a cambio  ¿de qué? – preguntó Libeth.

Cobran  la  recompensa  de  cincuenta  millones y    yo  me encargo  que todos   su  antecedentes  delictivos   sean borrados. A  cada uno  le   entregamos  su  apartamento amoblado  en  el sur de la ciudad  y  una  cuenta   con  veinte millones  más.

El policía  los observaba   con  seguridad  y  sin   distraer  sus  miradas.

 Jovencitos,   Ustedes  definen  cuándo  y cómo.

Los  tres  se miraron   al unísono  y  un  gesto   de aprobación   los  volvió  cómplices  delante  del   comandante. Éste sonrío  con picardía  y  moviendo  su  cabeza, en  señal  de complacencia,  miró   detenidamente  el  rostro  del conductor.

Si  ve   mi  Capitán – dijo-  estos  muchachos  son  valientes  e inteligentes.

El  Capitán  paró  la camioneta    y  mirando   hacia  ellos dijo: “ sí  mi  Teniente, son  muy  valientes”.

Cuando  bajaron  de la patrulla  estaban  en el  viejo  Carbonero, al  lado  de la autopista.   Los policías  les    entregaron   un fajo   mediano  de billetes   y   varias   dosis  de bazuco  y  marihuana. Sin  decir   nada  se marcharon   y   ellos    se   quedaron  para   compartir  y  disfrutar  del  regalo.  Por    lo  alto  de Los  Farallones una   nube   negra  presagiaba  una  noche  de lluvia. Libeth  tomó  su   cigarro  de marihuana, el Porche uno  de bazuco  y el Chinga  contaba   el  billete. Los tres  eran felices  a  radiar.

El humo  abundante  que  impregnaba  con su  fuerte olor  el  espacio al rededor,  los  hacia   desaparecer  por  momentos.  El  Chinga   estaba, entonces,    arrimado  al cuerpo    grueso  del  carbonero, Libeth   sentada  sobre  una  roca  que la  naturaleza había  puesto  allí    y  el Porche  encima   sobre  una  rama  que  se  extendía  por    unos  metros  en perpendicular  a ellos.  Desde allá  soltó  el  fajo  de billetes  y  gritaba:   “lluvia, lluvia   hijue puta”.    En  el  sonambulismo  de  su  elevación,  sus  compañeros  sonreían   y  clamaban también. “lluvia,   lluvia”,  mientras  alzaban  sus  brazos    en dirección  de donde  él  estaba.  

La  escena  patética    contrastaba  con  la  tarde  triste   con que se vestía la ciudad.   Varios  cúmulos  de     nubes    grises   y  negras   iban  desfilando  por  el  lado  oeste,  tan  lentas   y  espesas   que  la  noche parecía  apresurarse.  Sobre  los  Farallones    varías  luces  en  ráfaga  que provenían  de los rayos  terminaban  en  ruidos    espantosos  y profundos.  Entonces los   edificios  empezaron a   desaparecer detrás  de la niebla  y  los  carros pasaban  en   desbandada  huyendo  del  temporal.

Los  tres   seguían   aferrados  al carbonero  y  aunque   sus  trabas   eran  menos  notorias,  la  sensación  de levitación   no  los había  abandonado. Ahora  tenía   el   dinero en sus manos  y El  Chinga y  el Porche,  se daban el  último  toque.  Pronto   empezó  a  llover  y  caminaron  despacio  en  dirección  de  sus  ranchos.

Al  doblar  la  esquina  desde  donde  se  ve la  cancha  polvorienta; a  esa  hora  apenas    remojada  por  las  primeras  briznas;   vieron  que  El  Calavera   toma  la  ruta hacia  el  sur. Al principio  lo siguieron  con  la mirada; pero, luego   se fueron  detrás. El  viento  arreció  con  fuerza  y   la  lluvia  a cantaros   empezó a  caer.  Buscando  amparo  se  refugió  en el parasol  de una  casuca,  casi  debajo  de unas  gradas  metálicas  y  ellos se  percataron   a pesar  de la  vehemencia  con que  eran  sacudidos por la  tormenta.    

Al  llegar     frente  a él, Libeth   desenfundó  su  arma  y  la  puso     en su  cara:

¿Qué  va    a hacer, parcera? – preguntó   el Calavera.

El primer  disparo    fue  ensordecido por la lluvia y le  voló  los  sesos a  varios  centímetros  de allí. Él  se  desplomó  y  en la  eternidad  de su caída  escuchó  más  disparos,   vio  como    los otros  dos   compañeros   descargaban   todo  el proveedor  de las pistolas  en su pecho y, en la  rareza  de la vida,  no pudo  reaccionar.  No sintió  nada.    Pero    recordó  el rostro  de Alex  el  día  que lo mataron  y  la  cara lívida   de su abuela  tirada  en   la  cocina    con las tripas  en sus  manos. Lo  último  que sintió   fue  el filo  del cuchillo  de Libeth   corriendo  suave   por  su  cuello y la  sangre  chorrear por su  pecho. Entonces   entró  en la  profunda  oscuridad  y  cayó  de  bruces  sobre  el  frio  suelo empapado.


Gratitud para mis compañeros de camino



Me  abrazó la  muerte  con  sus   brazos de niebla,  me  besó  con  sus  labios   de hielo y oscuridad  y   me  robó  unos  instantes de  esos  fragmentos  volátiles  que  son  la  vida. 

Viví el  frio  de  la  gris  orilla  y el mar de lo    profundo e  insondable. 

La vi con  mi piel ;  tocándome  con  su  suavidad invisible y regando  sobre  mí su  fragancia  de  flores níveas. 

Era yo  un cuerpo largo  y tendido, azas  maltrecho  por  los decires del  tiempo;  tan  abandonado  de  fuerzas,   que  era  no  más  que  un  montón  de materia  desechable.  Entonces  pensé  que  54  años   no  eran  suficientes  para  entender  la  vida y  menos  para  vivirla. 

La  vida  estaba  fuera  del  cuerpo  atormentado   y  fluía  incandescente, con  vigor  irrenunciable... frágil  era;  y a  punto  de  extinguirse    la  llama;   la  fuerza  del  amor  la  levantó  incólume y  resuelta. La  vida  no  era  una  experiencia  física  sino  espiritual; no  se  suspende  del  deleite  del  cuerpo  sino  del  fragor  de  la trascendencia.

Entendí esa  paz y  ese silencio, y dejé que los  átomos  del  amor de todos  fluyeran y alimentaran la  flama  imperceptible  de  mis  días eternos.  Así, sentí los  remolinos  de  los  afectos    y la  vida  de  súbito  se  fortaleció. Ahora,  por los  intersticios  que  emana lo vital, hay  cascadas  de  gratitud  y  horizontes  de  sonrisas;  sonrisas  que  espero  compartir  con Dios  al  final  del  encuentro.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

  

 

 

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